RELATOS DEL DÍA DEL JUICIO FINAL
GETSEMANÍ
A Patricia, hermanita de fe en Cristo
Jesucristo enfrentó su día del Juicio Final no en el rol de juez universal que se explicita en el Apocalipsis según San Juan. No se trata, pues, ni de su segunda venida en Gloria, ni tampoco de la segunda venida en la ficción recreada por Dostoievski en “El Gran Inquisidor”. Fue después de la Última Cena, en Getsemaní, para más señas en el huerto de los olivos. Allí, mientras conversaba con Dios Padre, experimentó intensamente la agonía de la existencia como hombre. El Hijo del Hombre, aterrado y deprimido, buscó rechazar el cáliz amargo del sacrificio por la Humanidad tres veces. Desolado, constató que Pedro y los dos hijos de Zebedeo, Jacobo y Juan, no habían velado con Él en tan agónico instante. De nada sirvieron sus dos regaños, el trío dormía para escurrirle el bulto a la angustia que suponía el cumplimiento de las profecías relativas a la muerte en la cruz y, por supuesto, el giro drástico en el devenir histórico del mundo con la clandestinidad en las catacumbas, las persecuciones, el martirio y la conversión en religión oficial del Imperio Romano dividido y a pique. El evangelista Lucas, médico e historiador aficionado, se refiere a la sintomatología depresiva de Jesús. Pese a que le acompañaba en vela un ángel del cielo para animarlo, Cristo padeció el calvario psicosomático y espiritual en carne viva, previo a la crucifixión. Sudó sangre a borbotones que convirtió la tierra del huerto en seca y estéril superficie de arcilla. Entre el hijo del carpintero que echó a patadas a los mercaderes del templo y este atribulado y resignado reo de muerte, se desarrolló una inmersión melancólica o implosión bipolar propia de la tensión entre la divinidad y la pestilencia de ser hombre. Marcos, coincidiendo con un muy flemático Mateo, tiñe el episodio de cierto afán reporteril amarillista y, si se quiere, morboso. Después que Pedro le cortara la oreja a Malco, uno de los siervos del sumo sacerdote, se hace referencia a un joven que huyó desnudo de la escena. El evangelista no aclara si era un curioso que se acercó a presenciar el arresto de Jesús o si venía con los discípulos. Resulta extraño que este muchacho no venía vestido para tan grave ocasión. Tan sólo lo cubría una simple y áspera sábana. ¿Venía de retozar con una mujer casada? ¿O comerciaba su cuerpo para que un alto funcionario romano se relamiera de vicio imperial? Independientemente de estas u otras hipótesis mucho más descocadas, el mozalbete se desembarazó de la comitiva policial, dejándoles la cobija en las manos revulsivas, para correr desnudo y lampiño en la noche incipiente bajo “la potestad de las tinieblas”. El chico no apuró la copa de hiel que suponía la severidad de la justicia judía para evitarle a su amante casada con otro judío la muerte por lapidación o, en cambio, un juicio sumario con ley de fuga adjunta, administrado con la mano zurda de un burócrata del Imperio de los vicios privados y las virtudes públicas. Este escape providencial y no el de sus discípulos, sería quizá la única cosa que confortaría y aliviaría a Cristo de su cuadro de ansiedad camino al ruleteo judicial entre Caifás y Poncio Pilatos conducente al Gólgota.
No hay comentarios:
Publicar un comentario