Boyacá
Desde muy chico, cuando estudiaba cuarto grado, y hasta el bachillerato, me impresionó mucho la Batalla de Boyacá. Pero más que el triunfo patriota en ese puente, lo que más me emocionaba era todo el proceso. Me refiero, por supuesto, al Paso de los Andes de Simón Bolívar al mando de un ejército llanero. Esto es del 27 de mayo al 7 de agosto de 1819. Era la calistenia o el calentamiento en un frío extremo para la Batalla por venir, la segunda de Carabobo del 24 de junio de 1821.
Desilusionado por la descoordinación de las fuerzas patriotas en Venezuela, Simón Bolívar decide tomar a Nueva Granada. Además de las condiciones poco propicias para atacar en ese momento a Morillo en el centro de nuestro país, de tener éxito su plan se proveería de diversos recursos materiales y humanos para proseguir la independencia venezolana en mejores circunstancias.
Bajo la lluvia terca, copiosa y endurecida, desde el pueblo de Sesenta hasta la selva de San Camilo, El Libertador se hizo acompañar de 2500 hombres para ascender los 4000 metros de altura del páramo de Pisba. Era el mejor pero más osado escenario para entrar triunfante a Santa Fe de Bogotá. Hubo muertos y desertores durante tan penoso recorrido. Tal sacrificio de vidas era válido, pues constituía el lado menos cuidado y más vulnerable de las fuerzas realistas en el Virreinato. Entre las inclemencias del clima, la falta de oxígeno y los abismos ante sus pies las más de las veces mal calzados, se desarrolló esta hazaña militar asimilable al paso de las Termópilas de los espartanos. O a la gallardía del ejército cartaginés contra Roma.
Donde fracasaron dignamente el rey Leonidas, Aníbal el cartaginés y Espartaco traicionado por los piratas sirios, Bolívar se salió con la suya a fuerza de su liderazgo, talento de estratega, sus cojones y su culo de hierro. Este increíble ejército de fantasmas trajo consigo el asombro cuando arribó a Socha. Nadie lo notó como efluvio inadvertido. El pueblo oprimido los avitualló, acogió y se sumó admirado, mientras que fueron derrotados Barreiro y sus realistas engreídos en el puente de Boyacá con el miedo entre los dientes. Santa Fe fue desocupada ipso facto porque venía el Atila de la Guerra a Muerte. Santander había correspondido militarmente a la confianza del Libertador, quien desde allí dominaba como cóndor libertario sobre el continente.
Lamentablemente, pocos años después, el de 1830, el Proyecto de la Gran Colombia que no fue doblegado por el Imperio Español, lo sería por los aliados como Páez y Santander, envanecidos en sus propias propuestas secesionistas de Poder. Tal como ocurre hoy con los depredadores que siguen esa misma línea desintegracionista de Nuestra América en una Guerra de Cuarta Generación. No somos mercenarios ni pragmáticos. No importa que nos importunen los Pino Iturrieta, Carrera Damas o Castro Leyva. Nos quedamos con la muy bella utopía.
Ni Tovar y Tovar ni Michelena se equivocaron al pintar de tal manera nuestra independencia. Batalla de Boyacá de Martín se empalma con Pentesilea de Arturo en un viaje inverso: De la América histórica y rebelde al Mito greco-latino que se desparraman con vida por un mismo puente.
Papá José tenía en su bar restaurant de la Pastora caraqueña un cuadro de Simón Bolívar, cuando lo asesinaron en 1972. Unos policías se querían hacer con el retrato de su Libertador, quizá para vendérselo sabrá Dios a quién. Pero la muy terca de mamá Augusta, no se los permitió. Era también el suyo. Ahora preside mi corazón espinado y anarcoteísta a pesar del naufragio del mundo estos días de Pandemia.
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