jueves, 8 de abril de 2021

Billie Holiday, mi dama sofisticada. Jose Carlos De Nobrega


 Encendido de este Amor Loco por casi todas las mujeres, indudables dones de mi Dios trino y liberador, las adoro sin importar su oficio ni su renombre. En la Música, arte que tiene con toda justicia y pertinencia nombre de mujer y musa, Ellas abundan y me acarician en el aire arrebatándome en vuelo surrealista empapado del santo óleo de Marc Chagall.

Recuerdo a Sade la senegalesa sensualisima, Stevie Nicks de Fleetwood Mac, la encantadora dupla sambista de Elis Regina y su hija María Rita, la saudade fadista hecha carne de Amalia Rodrigues (mamá Augusta me enseñó a quererla en casa portuguesa con certeza), Aretha Franklin, Sarah Vaugham y Ella Fitzgerald y, en especial, la más sofisticada de todas, Billie Holiday, ángel cantarina y atribulada, no exterminadora, de este Dios plural, universal y amoroso en quien creo. Nacida en Baltimore el 7 de abril de 1915, arriba hoy en este segundo año de pandemia a 106 años bien vividos en el corazón melómano de vivos y muertos, no importa su nacionalidad, raza, clase social, creencia política, género ni religión.

Claro, este ángel sin igual se acompañaría de otros masculinos (los Arcángeles sí tienen sexo) como Duke Ellington, Count Basie, Louis Satchmo Armstrong y Lester Young. Orquestas históricas del Jazz, par de pianos excelsos, una trompeta sobrenatural y un saxo increíble que se unirían a su incunable voz de bella, extraña y conmovedora profundidad. Sólo las grandes poseen el privilegio de encarnar en el mejor de los instrumentos, las cuerdas maravillosas de la voz humana y celestial. Ellos se encariñaron muchísimo con Billie Holiday: el Duke le obsequió esa fantasía negra en miniatura que es "Dama sofisticada", canción clásica que resume su poética compositiva inaudita; Satchmo, por ejemplo, la acompañó acodado en el piano del film New Orleans; con Lester Young el saxofón y su garganta se confundían en coito hasta entonces inédito en el blues y el jazz.


El crítico francés André Francis tuvo el privilegio de verla y enamorarse con entusiasmo de su garbo musical en el París que antes se había rendido a Josephine Baker: "Su arte era el colmo de la sofisticación. Si para nosotros este término encierra algo de peyorativo, para los americanos -y es bajo este ángulo que debemos contemplarlo- ser sofisticado significa poseer un arte refinado e inquietante, intelectual y raro, ligeramente erótico y amargamente almibarado. Utilizando con arte y una cierta perversidad su voz ronca y velada, era una incomparable cantante de baladas y había de morir en 1959" (Panorama del jazz, Tiempo Nuevo, Caracas, 1972). Valga este juicio bien dicho que compartimos casi en su totalidad (pues nos parece que Billie Holiday es la Suma y la Esencia de Eros), nos imaginamos a Julio Cortazar escribiendo de ella sobre sus dos visitas a París, 1954 y 1958, en las que coqueteaba, se enervaba y liaba con Johnny Carter, el del saxo perseguidor, para luego dormir eviternamente en la ciudad de Nueva York, terruño entrañable de su exilio. Off course, cada quien con su biógrafo de ficción (Bruno) y real transfigurado (André Francis).

Esta Arcángel no bajó de un cielo de algodón empalagoso, beato e insípido como el que todavía nos quieren vender hoy farisaicas redes sociales. No, qué va. Subió del albañal infernal y racista de su siglo desdichado. Violada y prostituida, se convirtió en brisa poética, blues y magnífica que se enseñoreó de los oídos aturdidos pero esperanzados del alma melómana, dolorosa y festiva. Esa voz lánguida y milagrosa se paseó por el Dixieland (What a little moonlight), el Jazz romántico auténtico (If you were mine y Sophisticated Lady), el bochinchero estilo New Orleans con sus publicanos figurines de putas y gigolos (Spreadin' Rhythm), el blues que se mueve muy carnal entre el entusiasmo y la decepción del Amor (Let's call a heart a heart) e incluso el desgarrador y para nada propagandístico Canto profético (Strange fruit, de 1939, que hizo temblar al KKK y sus apestados ensabanados blancos que quemaron cruces y, peor, seres humanos color África).

Sin el amarillismo de libros ni de films best sellers, el biógrafo alemán del Jazz, Joachim E. Berendt, le dedica a Billie unas muy hermosas páginas en El Jazz. De Nueva Orleans al Jazz Rock (Fondo de Cultura Económica, 1986, 1962, Pp. 592-596). La crítica musical de raza no se compadece del tratamiento irrespetuoso y obsceno de la biografía trágica de nuestra insuperable Jazz Singer. Su mundo no era el del Mago de Oz en la exquisita voz de Judy Garland, su coetánea de la época de las Big Bands en transición hacia la revolución del Be bop y el Cool de otros ángeles más duros como Bird Parker, Dizzy Gillespie, Theolonius Monk y Miles Davis. Incluso Berendt elogia a la nuestra en la decadencia alcohólica y heroinómana de sus últimos días: "Su voz se oía vieja, ríspida y sin brillo. Y sin embargo, todo lo que cantaba poseía una irradiación magnética". Era como si Dios le escribiese y dignificase en una tragedia equivalente a Esquilo, Racine y el mismo William Shakespeare. Mucho antes que " El cantante" de Blades pensado para Lavoe. 

Billie Holiday fue una revolucionaria la música universal. Si Jackie Robinson soportó lo que soportó para que los afroamericanos entraran y se consolidaran en el béisbol de las Grandes Ligas, ella lo superó con creces al allanar, en carne viva sufriente del doble desprecio de ser mujer afroamericana y artista, mejor camino a la pléyade jazzística de las Ella Fitzgerald, Sarah Vaugham, Aretha Franklin, Carmen McRae, Betty Carter, Tina Turner y Alicia Keys (las dos últimas tan vivaces como las que les antecedieron).

Esa sociedad racista, imperialista y neo-victoriana de entonces (y de aún hoy) la hizo víctima también de una censura que nos la reivindica a las puertas del Santo Sepulcro vacío, lugar emblemático de la Resurrección de Cristo. La villanía del american way of life no podía permitirse que ella les restregara en las narices su impiedad enclavada en miedos atávicos. Strange fruit, más que una canción y un lamento blues, es el obús que les hunde ad infinitum el barco negrero. Despiadado himno de protesta en el que la metáfora viva del fruto que pende del árbol-averno chamuscado, esto es el cuerpo de un afroamericano linchado por la caballería dantesca del KKK y los policías blancos hoy, les Burila una justiciera esvástica indeleble en sus muy despreciables frentes.

Cuando en mi Cueva de Platón habito la soledad en cuarentena radical voluntaria pero no enculillada. Y del mismo modo leo el Bonus erótico y vitalista que me obsequia una poeta quien en su dolor de hembra no se dobla. Mientras otra, también muy querida por Nos, recita enamorada de la vida un poema de Antonio Machado que exalta al Cristo andante sobre la mar. Entonces, sólo entonces, me mueve aquí y ahora encender el equipo de sonido para dejarme llevar al Edén mestizo y multinacional por la voz angelical de Billie Holiday. Por este estado de Gracia que vivo, gracias a todas Ellas, me contento porque afortunadamente el Arte siempre sucede y nos sacude el Desencanto ideológico y estético con que el Poder envilecedor pretende esterilizar el Afán erótico por la Vida.

A nuestra Billie Holiday la veo en ese Ángel preciosisimo que Pasolini exhibe en la película "El Evangelio según San Mateo", quien transfigurado dispensa siempre buenas nuevas en la Anunciación y la Ecografía de Jesús embrión, amén de romper feliz a tijeretazos su partida de defunción y restituir impune el documento de renacimiento en la Resurrección del Cristo libertador. Ella no canta sola ni en el desmadre de este mundo. Soy el primer invitado a su concierto y sé que mis amigos hombres y mujeres se sumarán desde sus respectivos balcones. Entonces, la Muerte dejará su burlona máscara roja y se exiliará en definitiva sabrá Dios adónde pero esperemos que sea muy pronto.

En Valencia, la de Venezuela, sitiada por el frente y la retaguardia pero resistiéndose sin ruido, miércoles 7 de abril de 2021. 

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