La peste (1947) de Albert Camus.
Este escritor franco-argelino es otro de los
nuestros, al igual que Joseph Conrad, Graham Greene, Elias Canetti, Susan
Sontag y Gabriel García Márquez, entre otros. Recordamos dos títulos que nos
marcaron profundamente como lectores y escritores: la novela “El Extranjero”
(1942) y el asombroso ensayo de cabecera anarquista “El hombre rebelde”
(Losada, 1953). En nuestra biblioteca reposaba bajo el polvo y el orín de las
ratas la novela “La Peste”, la cual desempolvamos a la hora de componer este
trabajo ensayístico. Tal fue la impresión que nos causó, que la consideramos el
texto eje del canon abierto y personal sobre Epidemia y Literatura que aquí se
propone.
Esta novela coral excede la crónica de la
peste bubónica en la ciudad argelina de Orán, acaecida en la década del
cuarenta del siglo XX. En este caso, las campanas tocan a rebato seis siglos
después de la epidemia que asoló la Florencia del Decamerón de Boccaccio. Suponemos la ocurrencia de esta pandemia
recién finalizada la II Guerra Mundial, pues se respira al inicio de la trama
–antes de que aparecieran las primeras ratas muertas- el optimismo de la
Francia liberada por la Resistencia y los países aliados. Durante el desarrollo
de la peste bubónica con sus implicaciones político-sociales, psicológicas y
existenciales, el cronista dubitativo deja respirar las voces de los médicos
[Doctor Bernard Rieux], sus colaboradores civiles [el periodista Raymond
Rambert y el cronista amigo Jean Tarrou], los muchísimos pacientes [entre ellos
el hijo del juez Othan, el viejo asmático y el viejo que escupía a los gatos],
los funcionarios [el extraño y muy noble Joseph Grand] e incluso los busca
vidas [el suicida frustrado y contrabandista Cottard] atrapados en la ciudadela
o ciudad-islote. El personaje-masa, si nos disculpa Canetti, se debate entre la
sobrevivencia y la muerte con sus cadáveres apilados unos sobre otros en las
fosas comunes encaladas de prisa.
Se trata entonces de un exilio endógeno
[el aislamiento social y la cuarentena profiláctica de una ciudad convertida en
un ghetto abigarrado y aterrado], de
donde el sitio impuesto por la enfermedad infecto-contagiosa comprendería desde
el 16 de abril [la Semana Santa] hasta los Carnavales del año siguiente. No se
hizo esperar el ritmo trepidante de la peste: “Se hubiera dicho que la tierra
misma donde estaban plantadas nuestras casas se purgaba así de su carga de
humores, que dejaría subir a la superficie los forúnculos y linfas que la
minaban interiormente” (La Peste, Albert
Camus, Orbis, 1983, pp. 20-21). El 25 de abril fueron recolectados y quemados
6.231 roedores; tres días después la cosa montó en “una cosecha de cerca de
8.000 ratas y la ansiedad llegó a su colmo” (p. 21). El Bestiario muerto y el
que pululaba por las calles de Orán, encarnación de Tánatos en plaga
post-bíblica, fueron convidados inoportunos de la Pax romana bipolar del momento que se impuso en Yalta. Las ratas
del Nosferatu de Herzog, por ejemplo,
inquietan mucho más que Los Pájaros de
la dupla Daphne Du Marier / Alfred Hitchcock. En el film alemán, la danza de la
peste medieval alude al jolgorio nihilista [de la caída de Hitler] ante la
inminente llegada del Ejército Rojo a Berlín; mientras que Hitch nos refiere
una revisita efectista de los bombardeos de la Luftwaffe en Londres sin un Churchill aleccionador. En cambio, en
esta crónica novelada de Camus, la peste supone no sólo la ruptura de la
tranquilidad relativa de la casbah colonial
y exótica, sino en especial el preludio de la revolución argelina, recreada en
uno de los mejores filmes políticos de la historia: La batalla de Argel de Gillo Pontecorvo, obra que contó con el
auspicio del gobierno de la Argelia libre.
Incluso, la epidemia tiene un peso
lapidario en el habla dentro y fuera de la ficción: “La palabra
<<peste>>acababa de ser pronunciada por primera vez (…) Las plagas,
en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve
uno caer sobre su cabeza” (p. 36). Como lo intenta explicar el cronista anónimo
hasta entonces, el bullir de esta colmena materialista se afincaba en los
intereses individualistas de cada quien [referidos claro está a la problemática
de clases y castas contrapuestas], ello sin reparar gran cosa en el destino
sufriente del Otro. El amor por el Prójimo, en este contexto indolente y
mezquino en lo ético y existencial, no significaba otra cosa que el
egocentrismo piadoso vertido en la filantropía. Si bien es verdad que no se
puede vivir la muerte del Otro, era muy reciente la pestilencia de los
asesinatos en masa en los campos de concentración nazis. La respuesta estúpida,
cobarde y despiadada de la turba “liberada”, diferente a la resistencia heroica
de partisanos dentro y fuera de Francia, tomó el atajo misógino de apalear,
desnudar y rapar el pelo en público a las colaboracionistas, en su mayoría
pobres mujeres movidas por la supervivencia propia y de su prole. Al igual que
hoy con las guerras extramuros promovidas por la sociedad internacional de
cómplices, e incluso la ráfaga invasiva del Coronavirus en todo el mundo, “La
estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara
siempre en sí mismo (…) ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste, que suprime
el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie
será libre mientras haya plagas” (p. 37). El enmascarado rojo carmesí de Poe,
esto es la epidemia infecciosa, iguala a los hombres en el estrago corporal y
la muerte. La palabra, entre su fragilidad y su poderío de expresión, sumerge
al colectivo en el miedo, el terrorismo y la esperanza que oscila entre el
pesimismo, la inercia y el optimismo, como si se tratara de un epiléptico
debatiéndose en arenas movedizas.
La sintomatología de cada paciente o, peor
aún, de cada víctima destripándose por dentro y desfigurándose por fuera [la
conjuntivitis, el debilitamiento general, la fiebre, el tenesmo, los estigmas
cutáneos, la aniquilación anímica], no sólo ataca a la unidad de grupo sino a
la lengua misma provocándola a delirar entre las pesadillas opresivas y, eso
sí, el imaginario que distorsiona la historia por vía de la propaganda y los
mitos mal curados. “La palabra no contenía sólo lo que la ciencia quería poner
en ella, sino una serie de imágenes extraordinarias que no concordaban con esta
ciudad amarilla y gris, modestamente animada a aquella hora, más zumbadora que
ruidosa; feliz en suma, si es posible que algo sea feliz y apagado” (p. 38). No
se trata de la semántica a secas, sino de la estructura sintáctica disfuncional
del discurso que trastoca la mente de los seres humanos ante un castigo o una
revancha venidos de Dios sabe dónde.
La cosa repercute en el diseño de la voz
narrativa de esta crónica que atrapa al lector, atándolo con una sirga
paradójica que se deshilacha por la putrefacción y luego se trenza sólida y
bien apretada en un gran reflujo reconstituyente. Las dudas y los balbuceos del
cronista innominado pero copartícipe en este desmadre epidemiológico, apuntan
por el contrario a una focalización impertinente para nada objetivista y
encandilada de la mirada: La contristación, la empatía y la solidaridad del
relator para con la masa sufriente, implican compartir con el Otro el estado de
sitio a que la pandemia y la falta de previsión del Estado [autoritario y
colonialista, claro está] nos confinan a todos, al punto de proveer las
herramientas adecuadas para abordar tal coyuntura extrema. Se presta oídos
atentos a la ciudadanía acosada por la peste, además de complementar otras
fuentes narrativas tales como la prensa amarillista y al punto autocensurada y,
de manera destacada, los apuntes de uno de sus más importantes personajes
pivotes, éste es el cronista muy humano de Jean Tarrou quien sí se sabe
contradecir: “A primera vista se podría creer que Tarrou se las ingeniaba para
contemplar las cosas y los seres con los gemelos al revés. En medio de la
confusión general se esmeraba, en suma, en convertirse en historiador de las
cosas que no tenían historia” (p. 27). Esta cualidad siempre solicitada se
agradece muchísimo, porque gratifica al lector en un ejercicio transparente y
poético del Decir que nos retrotrae los reportajes fabulosos que Suetonio
dedica a la peste variopinta de sus doce Césares.
La multiplicidad peculiar del punto de
vista narrativo, siempre está dispuesta en la fortaleza y la flaqueza a
construir su versión personalísima de este exilio confinado en la desesperanza
del que sufre. Ello no excluye una aproximación concienzuda de tenor
sociológico, psiquiátrico y metafísico de la crisis desatada por la epidemia:
Desde la reconfiguración de las relaciones familiares [el doctor Rieux y el
“extranjero” Rambert sufrirían, cada quien a su manera, la separación forzosa
de sus esposas], apretando el alma en la odisea de las dificultades que entraña
en realizar y apuntalar en sí mismos una presencia vigorosa del ánimo [“Cada
uno tuvo que aceptar el vivir al día, solo bajo el cielo. Este abandono general
que podría a la larga templar los caracteres, empezó, sin embargo, por
volverlos fútiles”, p.63] hasta la usura, la especulación y el acaparamiento de
artículos básicos para la supervivencia. A tal respecto, el existencialismo
realista y liberador de Camus propone como contra
rebelde al igual que la de Job en su momento, la solidaridad nada beata con
el Otro. He aquí la duplicidad del cronista por ahora anónimo en tanto relator
y víctima sufriente: “En ese molde [de la crónica cotidiana], los dolores más
verdaderos tomaban la costumbre de traducirse en las fórmulas triviales de la
conversación. Sólo a este precio los prisioneros de la peste podían obtener la
compasión de su portero o el interés de sus interlocutores” (p. 64). La poética
del Decir hace posible el fortalecimiento de una Comuna de Hablas y de acción
por la Vida en la gravedad de tan pesada coyuntura. Así gana sentido existencial
la “Jodisea” curativa del doctor Rieux, el párrafo que teje y desteje Grand,
las Homilías que se encuentran y desencuentran del sacerdote jesuita Paneloux,
los intentos peripatéticos de fuga de Rambert para reencontrarse con su mujer o
el tránsito de Cottard que va del suicidio fallido al cinismo que lo convirtió
en contrabandista apólogo de la peste y luego, por despecho, en asesino de
transeúntes al azar.
Hay una pregunta clave y lacónica que
Tarrou le formula a Rieux respecto al sin sentido de la lucha por la
sobrevivencia en la Pandemia: “¿Contra quién?” (p. 103), interrogante que
pareciera desdecir la de San Pablo afincada en la Fe cristiana originaria, Con
Cristo… ¿Quién contra nosotros? La respuesta tentativa que excluye la
arrogancia de lo absoluto y lo definitivo, se dirige a la carnadura de la
literatura misma, esto es a los móviles esenciales del cronista y el legislador
implacable: [Dispensen de nuevo lo largo de la cita] “Pero el cronista está más
bien tentado a creer que dando importancia a las bellas acciones, se tributa un
homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las
bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la
indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres. Ésta
es una idea que el cronista no comparte. El mal que existe en el mundo proviene
casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede
ocasionar tantos desastres como la maldad” (p. 106). Además de evidenciarse un
apego a las tesis de Rousseau, distintas a las de San Pablo pues sin Dios no
hay justo que valga por sí solo, la cosa alude a la cadena de trastornos que el
muy asceta y crístico Nazarín de Galdós deja a su paso en la Castilla de
finales del siglo XIX [ratificada el siglo siguiente en la adaptación fílmica
de Buñuel]. El Padre Paneloux busca granjearse prosélitos de la Fe en la
Iglesia sin escatimar recursos colindantes con la propaganda: “Este mismo azote
que os martiriza os eleva y os enseña el camino” (p. 81), de la misma manera
que el maestro procede con la sangre de sus discípulos para untar el pan del
aprendizaje o sofreír los aliños en el óleo de sus propias frustraciones.
Por su parte, el periodista Rambert, el
parisino extranjero atrapado en la nueva ciudadela de la peste en Orán, fue la
víctima del funcionarismo formal [la
burocracia gubernamental] y el informal [los gestores y contrabandistas] en la
comisión de un intento exitoso de fuga. Como todo reportero investigador, se
dio el tupé de especular una tipología de esta clase sobreviviente extrema que,
al igual que los escarabajos y las cucarachas, salvaría el pellejo hasta en un
bombardeo nuclear: “Según la clasificación que Rambert propuso al doctor Rieux,
este género de razonadores constituía la categoría de los formalistas. Junto a
éstos se podía encontrar a los elocuentes, que aseguraban al demandante que
nada de todo aquello podía durar y que pródigos en buenos consejos cuando se
les pedía decisiones, consolaban a Rambert afirmando que se trataba de una
contrariedad momentánea. Había también los importantes, que le rogaban que les
dejase una nota resumiendo su situación y notificando quién le había informado
de que ellos estatuirían sobre tal caso; había también los triviales, que le
ofrecían bonos de alojamiento o direcciones de pensiones económicas; los
metódicos, que le hacían llenar una ficha y la archivaban, en seguida; los
desbordantes, que levantaban los brazos en alto, y los impacientes, que se
volvían a mirar a otro lado; había, en fin, los tradicionales, mucho más
numerosos que los otros, que indicaban a Rambert otra dependencia
administrativa o una gestión distinta” (pp. 87-88). Este pasaje aliñado con
sarcasmo cínico, esconde un tratado sociológico que superaría a Stuart Mill y
haría de las delicias ensayísticas de nuestro Aníbal Nazoa. La epidemia, como
los golpes de estado y las catástrofes naturales, es asimismo una situación
extrema susceptible de arrancarle a la Humanidad sus virtudes y vicios
latentes: Cottard se convirtió en un traficante furtivo de bienes y servicios
gracias a la peste, mientras que el mismo Rambert se sumó a la cruzada contra
la pandemia movido por el amor al prójimo sufriente. ¿Cómo se explica, por
ejemplo, la ineficacia del aparataje gubernamental norteamericano respecto a
las inundaciones en New Orleans [George Bush hijo], el control de armas y la
violencia policial-racista [Barack Obama], la quiebra económica y colonial de
Puerto Rico o los efectos perniciosos del Coronavirus o Covid-19 en New York y
Los Ángeles [Donald Trump]? La cuestión no salva ni a “las llamadas sociedades
desarrolladas” [Clarke, 1973, p. 8] las cuales de veras ni siquiera saben
contradecirse en su discurso progresista y autorizado. Volviendo a Orán, para
algunos funcionarios y emprendedores que esgrimen una extraña forma de
nacionalismo colonial, les preocupaba más las pérdidas económicas que el
sufrimiento exterior e interior de sus aterrorizados habitantes.
Las crónicas de Tarrou alimentan el libro
de libros que es “La Peste” de nuestro Albert Camus. Su carácter coral y
polifónico apunta, sin adhesiones ateas ni político-partidistas, así como
tampoco polémicas religiosas inútiles, a una reivindicación problemática del
lenguaje oral y escrito. Por supuesto, la cosa excede a la literatura en tanto
reflejo fotostático de la realidad. Se nos habla de la búsqueda existencial y,
al punto, del despropósito del gregarismo social guiado por reyes tuertos y
desnudos. Hallamos la observación caníbal, enternecedora y humanística de dos
de sus personajes mejor recreados: los dos viejos, el que escupía a los gatos
por ocio senil, y el asmático. El primero vio frustrado su deporte envilecido
gracias a que la peste les arrebató a sus presas mininas por arte de magia
apocalíptica [¿arrebatamiento de cristianos antes de la gran tribulación?]. La
depresión consecuente lo recluiría en la soledad umbría de su apartamento. El
viejo asmático se había jubilado a los cincuenta años para acostarse en su
propio ataúd o, mejor todavía, alojarse en su ancianato: del camastro al
comedor y viceversa en un inútil desafío por trizar el tiempo. No en balde
había transcurrido veinticinco años en ese proyecto perezoso. He aquí la
increíble pero brillante hipótesis de Tarrou a tal respecto: Pese a que el viejo
asmático aducía razones religiosas rayanas en lo bizarro [la juventud y la
adultez suponen el ascenso y la dinámica de la vida, mientras que la vejez
tiende al descenso inercial, por lo que “lo mejor era, justamente, no hacer
nada” al final de los días], el cronista infirió una filosofía mezquina y
biliosa que aborrecía de las crecientes colectas de su parroquia y, mejor aún,
una absurda esperanza de fallecer muy viejo. Esto es una extraña forma de
santidad enclavada en el rito de las costumbres cosidas a retazos.
Así como tenemos la pila de cadáveres de
la que nos habla con espanto Canetti, tanto la montaña yacente de la peste como
el volcán humeante de la guerra, la novela de Camus nos presenta tres muertes
puntuales que marcan a los personajes sobrevivientes de la epidemia en Orán,
locación que es a su vez concreta per se y
metafórica del mundo en su devenir histórico. Se trata del jesuita Paneloux, el
cronista Tarrou y, especialmente, el hijito del juez Othon. La segunda homilía
reformulada del sacerdote fue condicionada por la muerte del niño, al punto de
poseer un dramatismo afín a las canciones luctuosas de Gustav Mahler [Kindertotenlieder]: “Había con certeza
el bien o el mal. Había, por ejemplo, un mal aparentemente necesario y un mal
aparentemente inútil. Don Juan hundido en los infiernos y la muerte de un niño.
Pues si es justo que el libertino sea fulminado, el sufrimiento de un niño no
se puede comprender” (p. 174). El fallecimiento del cura, pese a declarar que
no tenía amigos porque los religiosos se concentraban en Dios, movió al Doctor
Rieux a un paréntesis tierno de su fría condición profesional, además de
restarle brillo a la festividad de todos los santos. Tarrou, en cambio, no
había tenido la misma suerte de Jacob: Su ardiente y empecinada lucha contra el
ángel de la pestilencia que ya se iba de Orán, lo llevó a una muerte digna pero
sin repercusión ni agradecimientos por los favores recibidos en la ciudad en el
alba de su liberación. Rieux, transido de un dolor tripartito [el del médico,
el del amigo entrañable y el del cronista desenmascarado], experimentó con
intensidad el amanecer inmediatamente posterior al día del juicio final: “Y al
fin, las lágrimas de la impotencia le impidieron ver cómo Tarrou se volvía
bruscamente hacia la pared y con un quejido profundo expiraba, como si en
alguna parte de su ser una cuerda esencial se hubiese roto” (p. 223).
El caso del hijito del juez Othon, nos
parece el clímax de esta crónica estremecedora sobre la peste bubónica que
deviene en la “pestilencia de ser hombre”. Camus no teme realizar una
conmovedora transfiguración doble de la Biblia, eso sí, sin afanes moralizantes
ni artefactos esteticistas [la retórica en tanto objeto falso]. Tenemos, en
primer término, la alusión al Éxodo de Moisés en lo que toca a la última plaga
en Egipto, esto es la cruenta e igualitaria estrategia bélica de liberación
judía centrada en la muerte de los primogénitos, la cual incluyó al del propio
Ramsés II quebrantada su soberbia terca y megalómana: “Y aconteció que a la
medianoche Jehová hirió a todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el
primogénito de Faraón que se sentaba sobre su trono hasta el primogénito del
cautivo que estaba en la cárcel, y todo primogénito de los animales” (Ex.
12:29). En segundo término, se desarrolla la transfiguración ficcional de la
Pasión y Muerte de Jesucristo en el Calvario: “Gruesas lágrimas brotaron bajo
sus párpados inflamados, que le corrieron por la cara, y al final de la crisis,
agotado, crispando las piernas huesudas y los brazos, cuya carne había
desaparecido en cuarenta y ocho horas, el niño tomó en la cama la actitud de un
crucificado grotesco” (p.168). El cronista, innominado en ese momento, no
escatima detalles en la descripción clínica, psicológica, sociológica y sobre
todo emotiva de la agonía del desdichado infante. Los gemidos escalofriantes,
el olor “a lana y a sudor agrio”, los espasmos del cuerpecito por demás
estragado, los bubones dolorosísimos, repercuten hasta la indignación en el
entorno humano impotente ante el empoderamiento de la peste respecto a la
indefensa criatura, como si simbolizara la agonía de la ciudad sitiada. Ni el
suero del Doctor Castel, ni el apego del Doctor Rieux a la cama del paciente,
ni los ojos cerrados de Tarrou, ni las plegarias del jesuita Paneloux lograron
resucitar al niño. “Ya había visto morir a otros niños, puesto que los horrores
de aquellos meses no se habían detenido ante nada, pero no habían seguido nunca
sus sufrimientos minuto tras minuto como estaban haciendo desde el amanecer. Y,
sin duda, el dolor infligido a aquel inocente nunca había dejado de parecerles
lo que en realidad era: un escándalo”. Efectivamente, la biografía de esta
víctima se equipara a la de Jesucristo, una crónica no sólo del escándalo sino
del escarnio si la lectura nos conduce al fatalismo de la anécdota. Más
adelante se lee “Pero hasta entonces se habían escandalizado, en cierto modo,
en abstracto, porque no habían mirado nunca cara a cara, durante tanto tiempo,
la agonía de un inocente” (p. 167).
Muy
a pesar del estado predominante de la dejadez durante esta coyuntura
epidemiológica, con su péndulo bipolar que iba del tedio a la esperanza
artificial; los soliloquios dubitativos del Doctor Rieux como el cronista
desenmascarado por sí mismo; o la hondonada en el pecho que sigue siendo la
pestilencia de ser hombre, nos queda la anti moraleja de esta soberbia novela:
El Amor en sus contradicciones se realiza en el silencio inaudito que quiebra
sosos festejos y el decir expedito que apuntala la muy necesaria compulsión por
la vida. La crónica de Tarrou, hermanada con la de Rieux, que incluso incorpora
el párrafo inacabable del anti-héroe Grand, bien han valido la pena para que el
mundanal ruido de los discursos banalizados no nos distraigan en la búsqueda
existencial que dignifique al Hombre y le provea de una auténtica terredad posible. La desesperación del
francotirador Cottard, ajusticiado sumariamente por las fuerzas del orden
restablecido, es contrapuesta afortunadamente por la tozudez lúcida de la escritura
de un párrafo quemado por retomar: “<<En una hermosa mañana de mayo, una
esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana, recorría entre flores
las avenidas del Bosque>>” (p. 205, ¿alusión a Rubén Darío?). A lo que
replica nuestro médico y cronista sobrenatural, consciente de sí mismo y de su
oficio amén de la inmortalidad del bacilo de la peste: “decidió redactar la
narración que aquí termina, por no ser de los que callan, para testimoniar en
favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y
de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se
aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de
admiración que de desprecio” (p. 238). La escritura, además de bálsamo, psicofármaco
y terapia desconocidos por la farmacopea políticamente correcta, la hemos
vivido como manifestación rebelde del que ama al Otro en sus virtudes y
defectos, valgan las lágrimas muy sabias del cineasta argentino Adolfo
Aristarain. Se trata de ubicar un lugar en el mundo que evidencie, entre otras
cosas, la crapulencia de los poderes fácticos, llámese la corporación “Tulsaco”
en la ficción cinematográfica o su copia mentada Chevron en la realidad mustia
que defecó su detritus resinoso y obscuro en las selvas ecuatorianas.
Era de esperarse, pese a nuestra terca Fe
en la esperanza agonística [en pie de lucha como nos lo inculcó Unamuno],
declaraciones y actitudes crematísticas como las del encuestador [o mejor dicho
el despistado futurólogo venezolano] José Antonio Gil Yépez, ponderando la
avaricia del Dios Mammon muy por encima de la salud y la vida de sus
connacionales en la brega. Quejarse de que no se respalde a emprendedores
parasitarios ni mercachifles usureros en el financiamiento de sus pérdidas
durante el reinado del Coronavirus, así como tampoco se propicie la esclavitud
asalariada, supone dar de coces contra el agujón: La Peste, al igual que en la
Edad Media, sigue jugando con una ciudadanía desprevenida y achacosa como el
gato villano [para nada maula] lo hace con el mísero ratón al que le cegaron
todas sus covachas. ¿Qué esperaban? ¿Qué se robaran la canasta de alimentos de
la población más vulnerable para incrementar su plusvalía obscena? Releamos la
modesta proposición de Swift que borre del mapa a la prole más pobre, ello para
aliviarle un encerado pesado a sus progenitores [esclavos asalariados] y la
patria sólo para la quimérica casta de aristócratas y burgueses.
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