jueves, 7 de enero de 2021

UN GRAN RELATO SOBRE LA PANDEMIA: LA PESTE DE ALBERT CAMUS. JOSÉ CARLOS DE NÓBREGA

 


La peste (1947) de Albert Camus.

     Este escritor franco-argelino es otro de los nuestros, al igual que Joseph Conrad, Graham Greene, Elias Canetti, Susan Sontag y Gabriel García Márquez, entre otros. Recordamos dos títulos que nos marcaron profundamente como lectores y escritores: la novela “El Extranjero” (1942) y el asombroso ensayo de cabecera anarquista “El hombre rebelde” (Losada, 1953). En nuestra biblioteca reposaba bajo el polvo y el orín de las ratas la novela “La Peste”, la cual desempolvamos a la hora de componer este trabajo ensayístico. Tal fue la impresión que nos causó, que la consideramos el texto eje del canon abierto y personal sobre Epidemia y Literatura que aquí se propone.

     Esta novela coral excede la crónica de la peste bubónica en la ciudad argelina de Orán, acaecida en la década del cuarenta del siglo XX. En este caso, las campanas tocan a rebato seis siglos después de la epidemia que asoló la Florencia del Decamerón de Boccaccio. Suponemos la ocurrencia de esta pandemia recién finalizada la II Guerra Mundial, pues se respira al inicio de la trama –antes de que aparecieran las primeras ratas muertas- el optimismo de la Francia liberada por la Resistencia y los países aliados. Durante el desarrollo de la peste bubónica con sus implicaciones político-sociales, psicológicas y existenciales, el cronista dubitativo deja respirar las voces de los médicos [Doctor Bernard Rieux], sus colaboradores civiles [el periodista Raymond Rambert y el cronista amigo Jean Tarrou], los muchísimos pacientes [entre ellos el hijo del juez Othan, el viejo asmático y el viejo que escupía a los gatos], los funcionarios [el extraño y muy noble Joseph Grand] e incluso los busca vidas [el suicida frustrado y contrabandista Cottard] atrapados en la ciudadela o ciudad-islote. El personaje-masa, si nos disculpa Canetti, se debate entre la sobrevivencia y la muerte con sus cadáveres apilados unos sobre otros en las fosas comunes encaladas de prisa.

     Se trata entonces de un exilio endógeno [el aislamiento social y la cuarentena profiláctica de una ciudad convertida en un ghetto abigarrado y aterrado], de donde el sitio impuesto por la enfermedad infecto-contagiosa comprendería desde el 16 de abril [la Semana Santa] hasta los Carnavales del año siguiente. No se hizo esperar el ritmo trepidante de la peste: “Se hubiera dicho que la tierra misma donde estaban plantadas nuestras casas se purgaba así de su carga de humores, que dejaría subir a la superficie los forúnculos y linfas que la minaban interiormente” (La Peste, Albert Camus, Orbis, 1983, pp. 20-21). El 25 de abril fueron recolectados y quemados 6.231 roedores; tres días después la cosa montó en “una cosecha de cerca de 8.000 ratas y la ansiedad llegó a su colmo” (p. 21). El Bestiario muerto y el que pululaba por las calles de Orán, encarnación de Tánatos en plaga post-bíblica, fueron convidados inoportunos de la Pax romana bipolar del momento que se impuso en Yalta. Las ratas del Nosferatu de Herzog, por ejemplo, inquietan mucho más que Los Pájaros de la dupla Daphne Du Marier / Alfred Hitchcock. En el film alemán, la danza de la peste medieval alude al jolgorio nihilista [de la caída de Hitler] ante la inminente llegada del Ejército Rojo a Berlín; mientras que Hitch nos refiere una revisita efectista de los bombardeos de la Luftwaffe en Londres sin un Churchill aleccionador. En cambio, en esta crónica novelada de Camus, la peste supone no sólo la ruptura de la tranquilidad relativa de la casbah colonial y exótica, sino en especial el preludio de la revolución argelina, recreada en uno de los mejores filmes políticos de la historia: La batalla de Argel de Gillo Pontecorvo, obra que contó con el auspicio del gobierno de la Argelia libre.

     Incluso, la epidemia tiene un peso lapidario en el habla dentro y fuera de la ficción: “La palabra <<peste>>acababa de ser pronunciada por primera vez (…) Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza” (p. 36). Como lo intenta explicar el cronista anónimo hasta entonces, el bullir de esta colmena materialista se afincaba en los intereses individualistas de cada quien [referidos claro está a la problemática de clases y castas contrapuestas], ello sin reparar gran cosa en el destino sufriente del Otro. El amor por el Prójimo, en este contexto indolente y mezquino en lo ético y existencial, no significaba otra cosa que el egocentrismo piadoso vertido en la filantropía. Si bien es verdad que no se puede vivir la muerte del Otro, era muy reciente la pestilencia de los asesinatos en masa en los campos de concentración nazis. La respuesta estúpida, cobarde y despiadada de la turba “liberada”, diferente a la resistencia heroica de partisanos dentro y fuera de Francia, tomó el atajo misógino de apalear, desnudar y rapar el pelo en público a las colaboracionistas, en su mayoría pobres mujeres movidas por la supervivencia propia y de su prole. Al igual que hoy con las guerras extramuros promovidas por la sociedad internacional de cómplices, e incluso la ráfaga invasiva del Coronavirus en todo el mundo, “La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo (…) ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste, que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas” (p. 37). El enmascarado rojo carmesí de Poe, esto es la epidemia infecciosa, iguala a los hombres en el estrago corporal y la muerte. La palabra, entre su fragilidad y su poderío de expresión, sumerge al colectivo en el miedo, el terrorismo y la esperanza que oscila entre el pesimismo, la inercia y el optimismo, como si se tratara de un epiléptico debatiéndose en arenas movedizas.

     La sintomatología de cada paciente o, peor aún, de cada víctima destripándose por dentro y desfigurándose por fuera [la conjuntivitis, el debilitamiento general, la fiebre, el tenesmo, los estigmas cutáneos, la aniquilación anímica], no sólo ataca a la unidad de grupo sino a la lengua misma provocándola a delirar entre las pesadillas opresivas y, eso sí, el imaginario que distorsiona la historia por vía de la propaganda y los mitos mal curados. “La palabra no contenía sólo lo que la ciencia quería poner en ella, sino una serie de imágenes extraordinarias que no concordaban con esta ciudad amarilla y gris, modestamente animada a aquella hora, más zumbadora que ruidosa; feliz en suma, si es posible que algo sea feliz y apagado” (p. 38). No se trata de la semántica a secas, sino de la estructura sintáctica disfuncional del discurso que trastoca la mente de los seres humanos ante un castigo o una revancha venidos de Dios sabe dónde.

     La cosa repercute en el diseño de la voz narrativa de esta crónica que atrapa al lector, atándolo con una sirga paradójica que se deshilacha por la putrefacción y luego se trenza sólida y bien apretada en un gran reflujo reconstituyente. Las dudas y los balbuceos del cronista innominado pero copartícipe en este desmadre epidemiológico, apuntan por el contrario a una focalización impertinente para nada objetivista y encandilada de la mirada: La contristación, la empatía y la solidaridad del relator para con la masa sufriente, implican compartir con el Otro el estado de sitio a que la pandemia y la falta de previsión del Estado [autoritario y colonialista, claro está] nos confinan a todos, al punto de proveer las herramientas adecuadas para abordar tal coyuntura extrema. Se presta oídos atentos a la ciudadanía acosada por la peste, además de complementar otras fuentes narrativas tales como la prensa amarillista y al punto autocensurada y, de manera destacada, los apuntes de uno de sus más importantes personajes pivotes, éste es el cronista muy humano de Jean Tarrou quien sí se sabe contradecir: “A primera vista se podría creer que Tarrou se las ingeniaba para contemplar las cosas y los seres con los gemelos al revés. En medio de la confusión general se esmeraba, en suma, en convertirse en historiador de las cosas que no tenían historia” (p. 27). Esta cualidad siempre solicitada se agradece muchísimo, porque gratifica al lector en un ejercicio transparente y poético del Decir que nos retrotrae los reportajes fabulosos que Suetonio dedica a la peste variopinta de sus doce Césares.                  

     La multiplicidad peculiar del punto de vista narrativo, siempre está dispuesta en la fortaleza y la flaqueza a construir su versión personalísima de este exilio confinado en la desesperanza del que sufre. Ello no excluye una aproximación concienzuda de tenor sociológico, psiquiátrico y metafísico de la crisis desatada por la epidemia: Desde la reconfiguración de las relaciones familiares [el doctor Rieux y el “extranjero” Rambert sufrirían, cada quien a su manera, la separación forzosa de sus esposas], apretando el alma en la odisea de las dificultades que entraña en realizar y apuntalar en sí mismos una presencia vigorosa del ánimo [“Cada uno tuvo que aceptar el vivir al día, solo bajo el cielo. Este abandono general que podría a la larga templar los caracteres, empezó, sin embargo, por volverlos fútiles”, p.63] hasta la usura, la especulación y el acaparamiento de artículos básicos para la supervivencia. A tal respecto, el existencialismo realista y liberador de Camus propone como contra rebelde al igual que la de Job en su momento, la solidaridad nada beata con el Otro. He aquí la duplicidad del cronista por ahora anónimo en tanto relator y víctima sufriente: “En ese molde [de la crónica cotidiana], los dolores más verdaderos tomaban la costumbre de traducirse en las fórmulas triviales de la conversación. Sólo a este precio los prisioneros de la peste podían obtener la compasión de su portero o el interés de sus interlocutores” (p. 64). La poética del Decir hace posible el fortalecimiento de una Comuna de Hablas y de acción por la Vida en la gravedad de tan pesada coyuntura. Así gana sentido existencial la “Jodisea” curativa del doctor Rieux, el párrafo que teje y desteje Grand, las Homilías que se encuentran y desencuentran del sacerdote jesuita Paneloux, los intentos peripatéticos de fuga de Rambert para reencontrarse con su mujer o el tránsito de Cottard que va del suicidio fallido al cinismo que lo convirtió en contrabandista apólogo de la peste y luego, por despecho, en asesino de transeúntes al azar.



     Hay una pregunta clave y lacónica que Tarrou le formula a Rieux respecto al sin sentido de la lucha por la sobrevivencia en la Pandemia: “¿Contra quién?” (p. 103), interrogante que pareciera desdecir la de San Pablo afincada en la Fe cristiana originaria, Con Cristo… ¿Quién contra nosotros? La respuesta tentativa que excluye la arrogancia de lo absoluto y lo definitivo, se dirige a la carnadura de la literatura misma, esto es a los móviles esenciales del cronista y el legislador implacable: [Dispensen de nuevo lo largo de la cita] “Pero el cronista está más bien tentado a creer que dando importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres. Ésta es una idea que el cronista no comparte. El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad” (p. 106). Además de evidenciarse un apego a las tesis de Rousseau, distintas a las de San Pablo pues sin Dios no hay justo que valga por sí solo, la cosa alude a la cadena de trastornos que el muy asceta y crístico Nazarín de Galdós deja a su paso en la Castilla de finales del siglo XIX [ratificada el siglo siguiente en la adaptación fílmica de Buñuel]. El Padre Paneloux busca granjearse prosélitos de la Fe en la Iglesia sin escatimar recursos colindantes con la propaganda: “Este mismo azote que os martiriza os eleva y os enseña el camino” (p. 81), de la misma manera que el maestro procede con la sangre de sus discípulos para untar el pan del aprendizaje o sofreír los aliños en el óleo de sus propias frustraciones.

     Por su parte, el periodista Rambert, el parisino extranjero atrapado en la nueva ciudadela de la peste en Orán, fue la víctima del funcionarismo formal [la burocracia gubernamental] y el informal [los gestores y contrabandistas] en la comisión de un intento exitoso de fuga. Como todo reportero investigador, se dio el tupé de especular una tipología de esta clase sobreviviente extrema que, al igual que los escarabajos y las cucarachas, salvaría el pellejo hasta en un bombardeo nuclear: “Según la clasificación que Rambert propuso al doctor Rieux, este género de razonadores constituía la categoría de los formalistas. Junto a éstos se podía encontrar a los elocuentes, que aseguraban al demandante que nada de todo aquello podía durar y que pródigos en buenos consejos cuando se les pedía decisiones, consolaban a Rambert afirmando que se trataba de una contrariedad momentánea. Había también los importantes, que le rogaban que les dejase una nota resumiendo su situación y notificando quién le había informado de que ellos estatuirían sobre tal caso; había también los triviales, que le ofrecían bonos de alojamiento o direcciones de pensiones económicas; los metódicos, que le hacían llenar una ficha y la archivaban, en seguida; los desbordantes, que levantaban los brazos en alto, y los impacientes, que se volvían a mirar a otro lado; había, en fin, los tradicionales, mucho más numerosos que los otros, que indicaban a Rambert otra dependencia administrativa o una gestión distinta” (pp. 87-88). Este pasaje aliñado con sarcasmo cínico, esconde un tratado sociológico que superaría a Stuart Mill y haría de las delicias ensayísticas de nuestro Aníbal Nazoa. La epidemia, como los golpes de estado y las catástrofes naturales, es asimismo una situación extrema susceptible de arrancarle a la Humanidad sus virtudes y vicios latentes: Cottard se convirtió en un traficante furtivo de bienes y servicios gracias a la peste, mientras que el mismo Rambert se sumó a la cruzada contra la pandemia movido por el amor al prójimo sufriente. ¿Cómo se explica, por ejemplo, la ineficacia del aparataje gubernamental norteamericano respecto a las inundaciones en New Orleans [George Bush hijo], el control de armas y la violencia policial-racista [Barack Obama], la quiebra económica y colonial de Puerto Rico o los efectos perniciosos del Coronavirus o Covid-19 en New York y Los Ángeles [Donald Trump]? La cuestión no salva ni a “las llamadas sociedades desarrolladas” [Clarke, 1973, p. 8] las cuales de veras ni siquiera saben contradecirse en su discurso progresista y autorizado. Volviendo a Orán, para algunos funcionarios y emprendedores que esgrimen una extraña forma de nacionalismo colonial, les preocupaba más las pérdidas económicas que el sufrimiento exterior e interior de sus aterrorizados habitantes.

     Las crónicas de Tarrou alimentan el libro de libros que es “La Peste” de nuestro Albert Camus. Su carácter coral y polifónico apunta, sin adhesiones ateas ni político-partidistas, así como tampoco polémicas religiosas inútiles, a una reivindicación problemática del lenguaje oral y escrito. Por supuesto, la cosa excede a la literatura en tanto reflejo fotostático de la realidad. Se nos habla de la búsqueda existencial y, al punto, del despropósito del gregarismo social guiado por reyes tuertos y desnudos. Hallamos la observación caníbal, enternecedora y humanística de dos de sus personajes mejor recreados: los dos viejos, el que escupía a los gatos por ocio senil, y el asmático. El primero vio frustrado su deporte envilecido gracias a que la peste les arrebató a sus presas mininas por arte de magia apocalíptica [¿arrebatamiento de cristianos antes de la gran tribulación?]. La depresión consecuente lo recluiría en la soledad umbría de su apartamento. El viejo asmático se había jubilado a los cincuenta años para acostarse en su propio ataúd o, mejor todavía, alojarse en su ancianato: del camastro al comedor y viceversa en un inútil desafío por trizar el tiempo. No en balde había transcurrido veinticinco años en ese proyecto perezoso. He aquí la increíble pero brillante hipótesis de Tarrou a tal respecto: Pese a que el viejo asmático aducía razones religiosas rayanas en lo bizarro [la juventud y la adultez suponen el ascenso y la dinámica de la vida, mientras que la vejez tiende al descenso inercial, por lo que “lo mejor era, justamente, no hacer nada” al final de los días], el cronista infirió una filosofía mezquina y biliosa que aborrecía de las crecientes colectas de su parroquia y, mejor aún, una absurda esperanza de fallecer muy viejo. Esto es una extraña forma de santidad enclavada en el rito de las costumbres cosidas a retazos.

     Así como tenemos la pila de cadáveres de la que nos habla con espanto Canetti, tanto la montaña yacente de la peste como el volcán humeante de la guerra, la novela de Camus nos presenta tres muertes puntuales que marcan a los personajes sobrevivientes de la epidemia en Orán, locación que es a su vez concreta per se y metafórica del mundo en su devenir histórico. Se trata del jesuita Paneloux, el cronista Tarrou y, especialmente, el hijito del juez Othon. La segunda homilía reformulada del sacerdote fue condicionada por la muerte del niño, al punto de poseer un dramatismo afín a las canciones luctuosas de Gustav Mahler [Kindertotenlieder]: “Había con certeza el bien o el mal. Había, por ejemplo, un mal aparentemente necesario y un mal aparentemente inútil. Don Juan hundido en los infiernos y la muerte de un niño. Pues si es justo que el libertino sea fulminado, el sufrimiento de un niño no se puede comprender” (p. 174). El fallecimiento del cura, pese a declarar que no tenía amigos porque los religiosos se concentraban en Dios, movió al Doctor Rieux a un paréntesis tierno de su fría condición profesional, además de restarle brillo a la festividad de todos los santos. Tarrou, en cambio, no había tenido la misma suerte de Jacob: Su ardiente y empecinada lucha contra el ángel de la pestilencia que ya se iba de Orán, lo llevó a una muerte digna pero sin repercusión ni agradecimientos por los favores recibidos en la ciudad en el alba de su liberación. Rieux, transido de un dolor tripartito [el del médico, el del amigo entrañable y el del cronista desenmascarado], experimentó con intensidad el amanecer inmediatamente posterior al día del juicio final: “Y al fin, las lágrimas de la impotencia le impidieron ver cómo Tarrou se volvía bruscamente hacia la pared y con un quejido profundo expiraba, como si en alguna parte de su ser una cuerda esencial se hubiese roto” (p. 223).

     El caso del hijito del juez Othon, nos parece el clímax de esta crónica estremecedora sobre la peste bubónica que deviene en la “pestilencia de ser hombre”. Camus no teme realizar una conmovedora transfiguración doble de la Biblia, eso sí, sin afanes moralizantes ni artefactos esteticistas [la retórica en tanto objeto falso]. Tenemos, en primer término, la alusión al Éxodo de Moisés en lo que toca a la última plaga en Egipto, esto es la cruenta e igualitaria estrategia bélica de liberación judía centrada en la muerte de los primogénitos, la cual incluyó al del propio Ramsés II quebrantada su soberbia terca y megalómana: “Y aconteció que a la medianoche Jehová hirió a todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón que se sentaba sobre su trono hasta el primogénito del cautivo que estaba en la cárcel, y todo primogénito de los animales” (Ex. 12:29). En segundo término, se desarrolla la transfiguración ficcional de la Pasión y Muerte de Jesucristo en el Calvario: “Gruesas lágrimas brotaron bajo sus párpados inflamados, que le corrieron por la cara, y al final de la crisis, agotado, crispando las piernas huesudas y los brazos, cuya carne había desaparecido en cuarenta y ocho horas, el niño tomó en la cama la actitud de un crucificado grotesco” (p.168). El cronista, innominado en ese momento, no escatima detalles en la descripción clínica, psicológica, sociológica y sobre todo emotiva de la agonía del desdichado infante. Los gemidos escalofriantes, el olor “a lana y a sudor agrio”, los espasmos del cuerpecito por demás estragado, los bubones dolorosísimos, repercuten hasta la indignación en el entorno humano impotente ante el empoderamiento de la peste respecto a la indefensa criatura, como si simbolizara la agonía de la ciudad sitiada. Ni el suero del Doctor Castel, ni el apego del Doctor Rieux a la cama del paciente, ni los ojos cerrados de Tarrou, ni las plegarias del jesuita Paneloux lograron resucitar al niño. “Ya había visto morir a otros niños, puesto que los horrores de aquellos meses no se habían detenido ante nada, pero no habían seguido nunca sus sufrimientos minuto tras minuto como estaban haciendo desde el amanecer. Y, sin duda, el dolor infligido a aquel inocente nunca había dejado de parecerles lo que en realidad era: un escándalo”. Efectivamente, la biografía de esta víctima se equipara a la de Jesucristo, una crónica no sólo del escándalo sino del escarnio si la lectura nos conduce al fatalismo de la anécdota. Más adelante se lee “Pero hasta entonces se habían escandalizado, en cierto modo, en abstracto, porque no habían mirado nunca cara a cara, durante tanto tiempo, la agonía de un inocente” (p. 167).

     Muy a pesar del estado predominante de la dejadez durante esta coyuntura epidemiológica, con su péndulo bipolar que iba del tedio a la esperanza artificial; los soliloquios dubitativos del Doctor Rieux como el cronista desenmascarado por sí mismo; o la hondonada en el pecho que sigue siendo la pestilencia de ser hombre, nos queda la anti moraleja de esta soberbia novela: El Amor en sus contradicciones se realiza en el silencio inaudito que quiebra sosos festejos y el decir expedito que apuntala la muy necesaria compulsión por la vida. La crónica de Tarrou, hermanada con la de Rieux, que incluso incorpora el párrafo inacabable del anti-héroe Grand, bien han valido la pena para que el mundanal ruido de los discursos banalizados no nos distraigan en la búsqueda existencial que dignifique al Hombre y le provea de una auténtica terredad posible. La desesperación del francotirador Cottard, ajusticiado sumariamente por las fuerzas del orden restablecido, es contrapuesta afortunadamente por la tozudez lúcida de la escritura de un párrafo quemado por retomar: “<<En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana, recorría entre flores las avenidas del Bosque>>” (p. 205, ¿alusión a Rubén Darío?). A lo que replica nuestro médico y cronista sobrenatural, consciente de sí mismo y de su oficio amén de la inmortalidad del bacilo de la peste: “decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio” (p. 238). La escritura, además de bálsamo, psicofármaco y terapia desconocidos por la farmacopea políticamente correcta, la hemos vivido como manifestación rebelde del que ama al Otro en sus virtudes y defectos, valgan las lágrimas muy sabias del cineasta argentino Adolfo Aristarain. Se trata de ubicar un lugar en el mundo que evidencie, entre otras cosas, la crapulencia de los poderes fácticos, llámese la corporación “Tulsaco” en la ficción cinematográfica o su copia mentada Chevron en la realidad mustia que defecó su detritus resinoso y obscuro en las selvas ecuatorianas.

     Era de esperarse, pese a nuestra terca Fe en la esperanza agonística [en pie de lucha como nos lo inculcó Unamuno], declaraciones y actitudes crematísticas como las del encuestador [o mejor dicho el despistado futurólogo venezolano] José Antonio Gil Yépez, ponderando la avaricia del Dios Mammon muy por encima de la salud y la vida de sus connacionales en la brega. Quejarse de que no se respalde a emprendedores parasitarios ni mercachifles usureros en el financiamiento de sus pérdidas durante el reinado del Coronavirus, así como tampoco se propicie la esclavitud asalariada, supone dar de coces contra el agujón: La Peste, al igual que en la Edad Media, sigue jugando con una ciudadanía desprevenida y achacosa como el gato villano [para nada maula] lo hace con el mísero ratón al que le cegaron todas sus covachas. ¿Qué esperaban? ¿Qué se robaran la canasta de alimentos de la población más vulnerable para incrementar su plusvalía obscena? Releamos la modesta proposición de Swift que borre del mapa a la prole más pobre, ello para aliviarle un encerado pesado a sus progenitores [esclavos asalariados] y la patria sólo para la quimérica casta de aristócratas y burgueses.

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