[VI, A Modo de Colofón]
La
deficiencia de la falsificación hecha carne y sangre en los Protocolos radica
tanto en la dislexia histórica y científica, como en su optimismo político, y
sobre todo en el resentimiento y la intolerancia resguardados en las tinieblas
del espíritu humano.
“¿Y
qué causas no inventamos de los males que nos ocurren, y a qué no nos acogemos,
con razón o sin ella, para desahogarnos? No son las rubias trenzas que
desgarras o el blanco pecho que tan cruelmente hieres los que han hecho caer
bajo el plomo a tu amado hermano”, nos lo recuerda Montaigne en el maravilloso
ensayo “De cómo el alma pone sus pasiones en objetos falsos cuando le faltan
los verdaderos”. Es el síndrome de Caín, con respecto al cual todos los hombres
somos propensos pues subyace en nuestra naturaleza. Impulso homicida, primario,
que entenebrece el semblante y el entendimiento: se revierte en contra nuestra
el embaulamiento de la voluntad acanalada en los constituyentes espirituales de
nuestra cultura. “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de
Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi
mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros”
(Romanos 7:22-23). La problemática del ser y el hacer, fundamentada en el
desconocimiento que sostenemos de nosotros mismos, acicateada por la angustia
de descifrar la abstrusa confrontación que mantiene “la legión” que llevamos
dentro. Entretanto el reloj se desarma y son frustrantes los intentos por
juntar sus fragmentos, lo que equivale decir la lucha en contra de la muerte
física y espiritual. En procura de estructurar un balance, pues el
establecimiento de un juicio, vicio que cuesta superar, se realiza día a día
dentro y fuera de nosotros, verificamos que no encontramos qué hacerle decir a esta
máquina cuyo carrete se atascaba al ritmo de la indecisión y el nerviosismo. Lo
disperso de nuestras plegarias no ayuda a nuestra fe.
El
calor es oprobioso, le sienta bien a esta sensación de inutilidad, de abulia,
de miedo. Ante las escuálidas páginas de nuestro diario, en medio de una crisis
de carencia de embriaguez –la cual nos fastidia terriblemente-, tratamos de
flagelarnos en el onanismo de nuestras ensoñaciones, ilusiones y proyectos
piadosos, temerosos de una repentina muerte. Pero la página permanece en su
alba inmutabilidad. Y es entonces cuando estamos dispuestos a sacudir el
trasero de la máquina para facilitar el deslizamiento fluido del carrete:
salvar nuestra responsabilidad escondiendo el talento que se nos ha confiado.
Es
menester el sacrificio de una víctima que sustituya la mutilación y la
destrucción de los miembros nuestros. Inmolaremos al otro, nuestro semejante,
para así asegurar nuestra salvación.
Nuestro
Juicio, nuestra Salvación y nuestros holocaustos, deben proveerse de un Matadero
adecuado, el cual reproduzca simbólicamente tal Trípode. Prosigue Montaigne: “Vemos
también que el alma, en sus pasiones, se erige temas falsos y fantásticos,
incluso contra su propia creencia, antes de carecer de cosa en qué ocuparse.
Por ello las bestias, en su cólera, muerden la piedra o el hierro que las ha
herido o se vengan en sí mismas, a dentelladas, del mal que sienten”. Valgan
dos casos seculares: Ni la salvaguarda de la pureza racial aria justificó la
matanza sistemática de los judíos europeos en los campos de concentración
nazis, ni tampoco la seguridad del Estado de Israel –en la vocinglería del Likud-
absuelve la responsabilidad de su ejército cuando, teniendo el control militar
y territorial en El Líbano, permitió que en 1982 la falange cristiana libanesa
asesinara a indefensos palestinos tanto en sus campos de refugio como en los
hospitales. [Qué decir al día de Hoy, año 2021, respecto al hecho de convertir
la Teocracia israelita a la Franja de Gaza en el mayor campo de concentración
en el mundo, reduciendo la patria palestina a un ghetto y no reconociéndola como una nación digna de respeto. Los fanáticos
religiosos de Israel, no dudaron en el magnicidio de Yitzack Rabin quien tuvo
el atrevimiento de firmar el acuerdo de paz de Camp David con Yasser Arafat,
infiltrando sus anillos de seguridad. Tiempo después, Arafat falleció víctima
del envenenamiento subcutáneo con una sustancia química mortífera. Giro
envilecido de 180°, de pueblo perseguido a régimen totalitario genocida. La Shoah y la Nakba han marcado en su confrontación discursiva y
político-militar, la historia compleja y harto accidentada del Medio Oriente,
polvorín inquietante del mundo].
Interpuesta
la digresión, apuntemos que el mito de la conspiración judía, sostenido por
estos hombres ciegos y atormentados, descansa en esta falsa tríada: que se
suponga la existencia de una raza judía, que por los siglos de los siglos (ab
absurdo) se le responsabilice absolutamente por el Deicidio en la Cruz –
obviando su trasfondo histórico y teológico-, y que el sionismo conlleve
pretensiones [supra] imperiales más allá de las fronteras del Estado de Israel.
La
pureza racial ni existe como tal, ni mucho menos se puede asociar con la
resbaladiza noción de nacionalidad. Por lo tanto, la raza judía sólo es pasto
de la mentalidad y el febril discurso del fanatismo religioso (tal es el caso
de San Isidoro de Sevilla y de Sergey Nilus) y político; el judaísmo
sencillamente es un modo de vida religioso al igual que el cristianismo y el
Islam –no me refiero a su institucionalidad-. En consecuencia, no todos los
israelíes son judíos, pues los hay ateos, socialistas, materialistas e incluso
cristianos. Asimismo tenemos que recordar que el término semita, de carácter
racial, no es tan sólo imputable a los judíos, sino que se refiere a una
familia de pueblos asiáticos que incluye tanto a hebreos como a caldeos,
arameos, fenicios, árabes y beduinos africanos entre otros.
El
sionismo, en tanto ideal y movimiento tendiente a la reconstrucción de la
unidad nacional y política de Israel, aspiración que en principio es legítima y
respetable [siempre que no se atropelle a los países vecinos, en especial
Palestina], sí supone la condición del judaísmo. Lo cual nos desdice sus
irregularidades y defectos, pero tampoco el apoyo de la diáspora hebrea a dicha
causa [no en balde su participación accionaria en las transnacionales que
poseen su propia dinámica de poder disfuncional] puede dar pie a elucubraciones
relativas a su protagonismo en la de por sí inconsistente intriga judía
mundial; por su parte, Juan Nuño en su agudísimo y duro ensayo titulado
“Sionismo, marxismo, antisemitismo. La cuestión judía revisitada” (1986),
declara que, más bien, el sionismo “no es otra cosa sino la aceptación pasiva y
resignada de la tesis cristiano-marxista sobre la autenticidad y especifidad de
un problema judío”. Por supuesto, la cuestión judía per se no existe sino
gracias al antijudaísmo de la institucionalidad cristiana, que la impuso
profundamente en la cultura de Occidente. [Ahora, la controversial tesis de
Nuño nos movería a procurar comprender el por qué el Estado Teocrático de
Israel practica con tal impiedad el racismo y la intolerancia con sus hermanos
palestinos].
Sergey
Nilus, resentido por no lograr ser el confesor del Zar, y el cual, en
consecuencia, ocupó su desilusión en retomar el carácter apocalíptico de la
estrafalaria conjura hebrea mundial, sin duda desestimó el mandamiento
implícito en el último libro de la Biblia: “Y si alguno quitare de las palabras
del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la
santa ciudad, por lo que estarán los perros afuera (…) y todo aquel que ama y
hace mentira”. Entretanto, aquí en la Tierra, pre-juicio final, sus seguidores
persisten en las calles como aquella metáfora del horror creada por la lúcida
pluma de José Saramago, la perra Ugolina, la cual “babeando sangre, gruñendo
ante las puertas, aullando en plazas y jardines, mordiendo furiosa su propio
vientre donde ya está gestándose la próxima camada”, recorre la Lisboa inundada
por el invierno.
Valencia, Julio-Septiembre de 1995
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