[IV, Más de la falsificación]
En
1869 se publica “Le juif, le judaisme et la judaisation des peuples chrétiens” de
Gougenot des Mousseaux, libro considerado por Cohn la “Biblia del antisemitismo
moderno”. Nuevamente los [reaccionarios] franceses retomaban el protagonismo
del movimiento antijudío europeo. Su árido planteamiento consistió en la
resurrección de las tesis, si así pueden denominarse, demonológicas del
catolicismo medieval, salpicadas por una obtusa hermenéutica del apocalipsis de
San Juan y su fácil “modernización”, invirtiendo y pervirtiendo los pasos
necesarios para el logro de una reflexión seria de todo asunto: partir de la
hipótesis –transmutada en dogma y misterio- y luego ajustar a cómo dé lugar los
hechos (ars de escribientes que sólo funciona para confeccionar best sellers,
como ejemplo tenemos a Von Danïken y a J.J. Benítez, esta vez la conspiración
traducida en este valle de lágrimas es extraterrestre). Sólo que la raíz de la
cuestión judía descansaba en la legión de “los judíos de la cábala”, cofradía
diabólica que venía rindiendo “un culto sistemático del mal, establecido por el
Diablo en el comienzo mismo del mundo” (Norman Cohn, op. cit., pág. 41),
comprendiendo su genealogía a los hijos de Caín, de Judá, a los gnósticos, los
maniqueos, la secta de los asesinos y luego a los templarios y a los masones. Esta
Anticábala, no por su pretensión de serlo y lograrlo, sino por lo
unidimensional y lo anodino de sus propuestas e implicaciones, persiste en la
tradición sub-literaria antijudía, la cual semeja a un decrépito orfebre que
elabora un rosario ensartando cuentas de diverso tamaño, color, peso y diseño,
y al final no se sabe si es escapulario o collar matapulgas. El desconocimiento
de la religión, la filosofía, la historia y las sociedades secretas como tales,
por parte de des Mousseaux, es harto obvio, ya que la cábala –categoría que
surge por vez primera en el siglo XI en los textos teosóficos de Salomón
Ibn-Gabirol, y que proviene del hebreo “kibbel”, recibir- compendia la remota
tradición mística judía, manifiesta en “teorías tan numerosas y tan profundas
como las de la emanación divina, la cosmogonía, la angelogía, el hombre y su
papel en el mundo, el mal, la ética y la redención” (Perle Epstein, El laberinto privado de Malcolm Lowry).
Está recogida en obras tales como el Zohar, y terminantemente no es una
sociedad secreta como aún pretenden los profanos. Existe también una cábala
cristiana, cuyo precursor fue Raimundo Lulio (1225-1315), expuesta y divulgada
por autores como Pico della Mirandola (1463-1494) y Cornelio Agrippa
(1486-1535), contando inclusive con la consideración del Papa León X. En
definitiva, des Mosseaux contribuyó, junto a tantos de su calaña, a una de las
acepciones más infelices de dicha palabra: “Fig. y fam. Trato secreto: andar
metido en una cábala” (Pequeño Larosse Ilustrado). Del mismo modo le develaría
a Hitler la identidad del Anticristo: El Estado judío “constituye, desde el
punto de vista territorial, un Estado sin límite alguno” (Adolfo Hitler, Mi lucha, Editorial Época S.A., México,
1986, pág. 117), lectura y sentencia materializada en la Internacional
Comunista, en la Sociedad de las Naciones y en las bolsas de valores europeas y
norteamericana!
Antes
de proseguir, hemos de apuntar nuestro desacuerdo con Norman Cohn cuando éste, en
la página 41 de la obra ya reseñada, sugiere que la Cábala es un conjunto de
“creencias religiosas arcaicas y semiolvidadas”, lo cual es absolutamente falso
y tendencioso. Sorprende sobremanera que el historiador medievalista dé la
espalda, no sólo a sus estudiosos y seguidores del siglo XX –como en el caso de
Perle Epstein-, sino también a un par de obras maestras de la narrativa
contemporánea: Bajo el Volcán de
Malcolm Lowry, y El Golem de Gustav
Meyrink. La primera de ellas, de una riqueza poética, alegórica y estructural,
refiere la tragedia y la caída del Cónsul Geoffrey Firmin en el círculo
infernal que él mismo se fue trazando durante la desatinada búsqueda salvífica,
en base a una interpretación peculiar de la Cábala –sobre todo la alegoría del
jardín proveniente del Zohar, la cual impregna la totalidad de la novela- tanto
de parte del autor como del personaje protagonista. En El Golem, Meyrink –que según Borges era “un buen terrorista de la
literatura fantástica”- nos ofrece una extraordinaria versión del legendario
homúnculo crado por los cabalistas gracias a la palabra –el oculto nombre de
Dios-; artificio mágico y lingüístico que parte de la creación misma del mundo
y la humanidad: Dios se manifiesta a través del verbo, “Este era en el
principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo
que ha sido hecho, fue hecho” (San Juan 1:2-3). Borges en su ensayo “Una
vindicación de la Cábala” nos dice: “Ni es ésta la primera vez que se intenta
ni será la última que falla (…) no quiero vindicar la doctrina, sino los
procedimientos hermenéuticos o criptográficos que a ella conducen”,
reconociendo así las deudas que la literatura tiene con el conocimiento
cabalístico, se esté o no de acuerdo con él. [En Venezuela, tenemos al poeta de
origen judío, simbolista y modernista Elías David Curiel, de versos tan
enigmáticos y multisugerentes como el discurso cabalístico como tal].
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