[II, Cultura medieval y
Antisemitismo en tránsito hacia la Modernidad]
En
el siglo XII no sólo se acusó a los judíos “de asesinar a niños cristianos, de
torturar la hostia consagrada y de envenenar los pozos” (Norman Cohn, op. cit,
pág. 18), sino también el haber establecido un gobierno en las sombras, una
especie de consejo rabínico en la España musulmana (Al-Andalus), cuyo objetivo
era, sin duda, orquestar una guerra clandestina y cobarde en contra de la
iglesia católica por vía de la magia negra (el editor alemán de los protocolos
nos dice: “La particularidad más chocante que distingue a los judíos de los
arios, puede compararse a la diferencia que existe entre la magia negra y la
blanca”, anacrónico y maniqueo símil en 1920). Eufemismo salvaje del carácter diferenciado
del pueblo judío, fundamentado netamente en su corpus religioso: “Con su
profundo sentimiento de elección” y –por ende- de pertenencia, “y su complicado
sistema de tabús” (Norman Cohn, op. cit., pág. 18). Lo cual iría conduciendo en
el devenir histórico al antisemitismo de corte conservador, y luego de izquierdas,
siendo los judíos entonces los mentores de la modernidad traducida en la
ascensión de la clase burguesa en la escala socioeconómica y política a través
del modelo republicano.
Se
combate a los judíos por su exclusividad, apelando a recursos dispares como la
asimilación católica y la exclusión materializada en el guetto. Se les impide
ejercer el sacerdocio, la administración pública y la profesión castrense, y no
conforme con ello, se les desprecia por comprar la recaudación de los tributos,
desarrollar la actividad comercial y financiera, las cuales significaban la
idolatría al dios Mammon. Se le colocan los cuernos del diablo y el antifaz del
conspirador, pues en sus entresijos el judío masculla “la acrimonia y el odio
(…) de raza y religión que, se lee entre líneas y que después salta y se
esparce a borbotones, como un vaso lleno de rabia y de venganza” (Nilus
comenta). El anti-judaísmo católico medieval no se limita a ser un contrasentido
en su discurso y su hacer, sino también en su omisión: "pero la iglesia
sostenía también un ideal semita, puesto que el cristianismo, originalmente
hebreo, era una prolongación de la ley mosaica, y pretendía realizar por cuenta
propia las promesas de dominación universal, contenida para los hijos de
Israel” (Leopoldo Lugones: El imperio
jesuítico, Orbis, Barcelona, 1988, pág. 30). Sobre esta piedra se edificará
el mito de la conspiración judía mundial, revirtiéndose en un enemigo
necesario, construcción sofística tendiente a asentar el imperio católico
romano en el orbe de aquel entonces. Permítasenos recitar unos versos de Lêdo
Ivo: “Vi a formiga esconder-se / na ranura da pedra. / Assim se escondem os
homens / entre as palabras” (Ser e saber). Una lectura unívoca de la Biblia y
la Historia condujo a la emisión de juicios desproporcionados, los cuales a su
vez ameritaban el sacrificio de una víctima que propiciara la bendición y la
salvación del hombre medieval.
De
tal palo, el abate Barruel injertó en 1797 el antisemitismo en la modernidad: a
lo largo de los cinco volúmenes de su “Mémorie pour servir à l’histoire du
Jacobinisme”, alega que la Revolución Francesa era producto de una dilatada
conspiración histórica de las más diversas sociedades secretas. Partiendo de la
Orden del temple –fundada por Hugo de Payens en 1118, y exterminada en 1314 con
la muerte en la hoguera del Maestre Jacques de Molay-, fantasmagoría sobreviviente del siglo XIV que cuatro siglos
después se enseñorearía de la masonería pervirtiendo sus objetivos; transitando
luego de la francmasonería a los enciclopedistas franceses, embrión satánico y
herético de los jacobinos a partir de 1776. La esencia ecléctica e incoherente
de esta propuesta es de una obscenidad hecatómbica: en cuanto a los caballeros
templarios, ignora que esta orden obtuvo en 1128 la bendición y aprobación
papales, así como también una dispensa de excomunión, por lo que su objeto “era
actuar como poder independiente a favor de su fe religiosa” (Norman Mackenzie: Sociedades secretas, David Annan en Los asesinos y los caballeros templarios,
Alianza Editorial, Madrid, 1973, pág. 120), siendo más bien el quebrantado y
malogrado antecedente para-militar de
los jesuitas, y no del extremismo revolucionario y anticlerical propio de los
jacobinos. Respecto a los masones, sociedad secreta derivada de los gremios
medievales de la albañilería –debemos destacar que el mismísimo Barruel había sido durante mucho tiempo francmasón-, muy
a pesar de su humanitarismo y humanismo (contribución a la abolición de los
procesos por herejía y la tortura judicial, por supuesto, en virtud de la
tolerancia religiosa practicada en su seno, propulsores también de reformas
educativas), fueron casi masacrados por los mismos jacobinos durante el período
terrorífico de la revolución (1793-1794), dado entonces su carácter católico y
monárquico. Por ejemplo, Simón Bolívar “en las Logias había encontrado algunos
hombres de mérito, bastantes fanáticos, muchos embusteros y muchos más tontos
burlados: que todos los masones parecen unos niños grandes, jugando con señas,
morisquetas, palabras hebraicas, cintas y cordones: que sin embargo la política
y los intrigantes pueden sacar algún partido de esa sociedad secreta” (L. Perú
de Lacroix: Diario de Bucaramanga, Ediciones
Centauro, Caracas, 1976, pág. 70), razón por la cual, dadas las circunstancias,
proscribió la masonería de Colombia. [Por otra parte, Francisco de Miranda fue
un perseguido insomne por la Inquisición española, hasta que el incidente poco
claro de su apresamiento en 1812, lo llevara a la muerte en La Carraca]. La
tortuosa y conspirativa mentalidad de Barruel no encallaría allí, pues si para
el tiempo de la redacción y publicación de tal obra apenas responsabiliza a los
judíos de la secular intriga, recibiría en 1806 una carta florentina cuyo
remitente era un oficial del ejército de nombre J.B. Simonini, la cual
documentaba y demostraba que los judíos, “el poder más formidable, si se tiene
en cuenta su gran riqueza y la protección de que goza en casi todos los países
europeos”, ocultos en la simbología y el ritual masones, eran los autores
intelectuales y materiales de la tal conjura universal. Cohn apunta que éste es
el primer eslabón que coadyuvaría a la elaboración definitiva de los
Protocolos, puesto que en dicha época la mayoría de las logias masónicas
rechazaban el posible ingreso de judíos.
La
obtusa lectura histórica realizada por Barruel en su cómodo exilio inglés,
evade la consideración de las contradicciones del modelo monárquico y feudal,
su agotamiento y decadencia en Francia, para regodearse en “causas simples,
comprensibles para las mentes más vanas y superficiales”, acertado juicio de
J.J. Mounier (1801). Subvocalizando su
ignorancia, las supercherías y terrores infundados por la mitología medieval, pestilencia
que aún no desaparece del mapa epidemiológico de Occidente. Ni siquiera pudo
atisbar las fallas de los jacobinos, tal como lo sugiere en “Bola de Sebo” Guy
de Maupassant: “los demócratas de larga barba tienen el monopolio del
patriotismo lo mismo que los hombres de sotana tienen el de la religión”.
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