A la China, la mujer polifacética y polígrafa que más amo en este mundo
A mi hermano Nelson el de los aforismos filosóficos y líricos contundentes como roca de tropiezo
Mira, mi chinita de mi misma leche mediterránea, esta historia cabalga entre la realidad y la poesía más entrañable. Hay un cuento de García Marquez que se vació en algún rincón de Caracas con esos puentes y pasillos de ensueño dulce y amargo al punto que encontramos en la avenida Baralt. Se titula "Un día de estos", y es quizás el más surrealista de los que escribió así no lo aparente la realización realista y soporífera de la anécdota y su discurso narrativo.
Sabemos que el relato se refiere a un duelo entre el dentista y el alcalde militar del pueblo cachaco rayando el mediodía, como si se tratase de una de vaqueros dirigida por John Ford y protagonizada respectivamente por James Stewart y su tocayo James Coburn. O incluso una de samuráis de Akira Kurosawa con Toshiro Mifune en los dos roles. La locación es la calle principal de un Macondo entre cachondo y trágico, para luego situarse en Caracas (que es lo asombroso del asunto), digamos que en Puente Llaguno como te explicaré más adelante.
No fue una balacera entre los Earp (respaldados por el dentista y pistolero tísico Doc Holliday) y los villanos Clanton en el corral O.K.. Ni el duelo al mediodía, high noon, de un solitario Gary Cooper con el bandidaje depredador. Simplemente una extracción de muela que se salió de control.
"-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas".
Luego vino la muy breve compasión del dentista, acompañada por el alivio agradecido un breve instante del alcalde milico. El toque humanístico que los hermanaba tan sólo en muy pocos segundos. Al final se restituyó el enconado odio entre los insomnes adversarios.
"-Me pasa la cuenta- dijo.
-A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina".
El Gabo me llevó hace pocos años a conocer a su dentista en Caracas, digamos en su consultorio misterioso y claustrofóbico que se ubicaba muy cerca, digamos, del infame Puente Llaguno.
Observé que en su laberíntico interior se distribuían espejos retrovisores. Era el sistema de seguridad para advertir quién llegaba y quién se iba. El Baba era el mastín de pocas pulgas que custodiaba el lugar. Su corpulencia, comprimida en el consultorio, más la pintura ritual de guerra en el rostro (una nada bonita cicatriz que iba desde la mejilla izquierda hasta un mentón indio y romo), intimidaban a cualquier malintencionado visitante.
Fuimos presentados al dentista en cuestión y a su primo filósofo y dentista también, mientras el amo de este inquietante universo moldeaba prótesis en un frágil y peripatetico aparato fresador. Nos habló de sus hazañas en el campo de la insurgencia politica, e incluso de su conversión religiosa camino a Damasco, o digamos a una Nueva Jerusalén evangélica ubicada en la avenida Urdaneta. La profecía, en tanto denuncia del contexto histórico, no es ajena para el guerrillero urbano ni para el varón de Dios. Si no, preguntenle a Juan el Bautista, cuya cabeza de corcel negro decapitado fue besada por Salomé, la ninfula abyecta y seductora, que despues increparia desde no se sabe donde con discurso salvaje a Herodes el grande empequeñecido por tal vozarrón.
Me invitó este dentista ultra literario a participar de asistente en una extracción de muelas a su primate colega y filósofo. Apenas cupimos los tres en el inhóspito y reducido quirófano. El Gabo, mientras tanto, se tomaba un tintico y jugaba ajedrez con el Baba. Digamos que mientras aparejabamos el dentista y yo el anti-espacio de curación, el colega filosófico esterilizaba con compulsion extrema el instrumental disuasivo y quirúrgico. El saca muelas se reía del afán antiséptico del paciente.
La operación fue un chocar de dos cuerpos encorvados en curiosa danza rota y el pataleo del pobre yacente en esa silla tortuosa. Yo me limitaba a iluminar la boca del paciente con una precaria lámpara de pilas, rogando que mi nuevo jefe no se equivocara de pieza dental.
Terminada la sesión, digamos que poco menos que interminable, nos dedicamos a beber café los cinco y a fumar nerviosamente yo solo. Nos despedimos de el curandero dental y su guardaespaldas, para tomarnos Nelson el primo, el Gabo y yo unas cervezas tibias en un decadente y también claustrofóbico restaurante chino llamado, digamos, El Tercer Mundo.
Nos extrañó que nuestra patota literaria (Daniel, su nueva novia y esposa, Ximena, Malena, Wilin y Jose Javier) que ya se hallaba libando y conversando embebidos en sus máscaras acústicas, no reparara la presencia del Gabo, cosa que a él le complació como el parroquiano que siempre fue.
El Gabo nos dijo que conoció al dentista durante la plomamentazon de Puente Llaguno, digamos que en 2002, mientras nuestro personajote atendía a los heridos y les disparaba a los cuervos francotiradores del hotel, digamos que el Edén. Era la maravillosa encarnación del dentista cachaco que el Gabo publicó en 1962, cuarenta años después.
Qué te traerás hoy en este año de la pandemia? Acaso el invierno de un patriarca solitario en su palacio triste y cagado por las gallinas realengas? Esperemos que no. Mientras tanto me quedo con la personalidad rebelde de tu dentista sobrenatural. Ay, mi china duerme tranquila, rejuvenecida y linda. Tal es el efecto benéfico y amoroso de este cuento del exilio, muy majadero por demás.
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