domingo, 22 de noviembre de 2020

De nuevo la apologia a la madre. Jose Carlos De Nobrega



Seguimos, china mía, conversando sobre mamá Augusta, tan buena madre como tú pero tan rigurosa como tu mamá linda y pelirroja.

Siete

Mamá y las llaves del cielo

Mamá Augusta pertenece a mi imaginario hiperrealista, definitivamente. La exageración era la tilde de nuestra existencia como familia. Mi compulsividad proviene de ella desde que fui inquilino de su matriz durante nueve meses. Eso tiene sus ventajas. Estoy atento, por ejemplo, de objetos como carteras, libros y llaves. Por lo general, las cosas no se me pierden y cuando eso pasa las encuentro con relativa facilidad. Por ejemplo, aquí te acabo de hallar las llaves que dejaste en la nevera en uno de tus despistes de fábula.

Las llaves de la casa eran cosa de cuidado y esmero compulsivo. No se nos podían perder, habiendo tanto ladrón por ahí. Cuando tenía 18, fui secuestrado por la divintel, división de inteligencia de la policía regional (vaya oxímoron), en una protesta en el rectorado de la UC. Estuve junto a dos compañeros, José Fran y el letón, recluido entre las celdas de la Navas Espínola y las de la disip en la Urbanizacion Carabobo. Un día después cuando fuimos excarcelados, constaté que los pacos habían extraviado mis llaves. Estuve angustiado por el lío que me armaría mamá. Así, de vuelta a casa, enfrenté la situación y se lo conté a mi vieja Augusta. Luego de su discurso anticomunista, mi mamá cambió todas las cerraduras de la casa. Le dije que no exagerara, sólo con las de las puertas de la fachada bastaba. A lo que replicó que prefería confiar en Pedro Navaja y Juanito Alimaña que en la fuerza policial. Mi papá se había dejado el espinazo en el bar restaurante Londres de Caracas para que nos dejaran sin corotos. Ah que Salazarista esta señora hasta el punto de temerle a la Pide, el aparato de orden y represión de la dictadura más larga de Portugal.

Ocho

Augusta y el distinguido Lugo

Había un policía en el supermercado que estimaba muchísimo a mi mamá. Se llamaba el distinguido Lugo, y quizás Augusta le recordara a su propia madre, se llame la muy bendita Ursula, María, la China o Margarita. No sólo me lo decía con un entusiasmo enternecedor, sino que lo ponía en práctica como los actos de habla de los que teorizan los lingüistas.

Una vez Lugo defendió a mi vieja con la osadía y el desparpajo que lo caracterizaba. Él había detenido a unos turistas porque creía que robaban mercancía de los anaqueles. Como mi vieja era la jefa de cajeras, la agarró el rollo de repente. Se comprobó que los extranjeros no habían sustraído nada del mercado. Daniel Pimienta, un abyecto subgerente que la odiaba, aprovechó para tenderle una trampa. Una vez se burlo de mi vieja en mis narices, cuando yo trabajaba de cajero en la fuente de soda de al lado. Le dije al muy idiota que salía a las tres para arreglarlo en la calle, lo cual causó estupor en mi jefe quien evitó males mayores. Retomando el cuento, mi china, Pimienta se quitó la corbata y malpuso a mamá con los muy ofendidos turistas. A lo que saltó el muy distinguido y solidario Lugo en su defensa: él asumió el error y el malentendido, poniendo al portugués malvado en evidencia delatando su condición de subgerente irresponsable, embustero e insidioso. Siempre le agradecí a Luguito tan noble gesto y le quedé en deuda para siempre. Mi muy distinguido Luguito lloraría a mamá en silencio escoltando su camastro de caoba en la funeraria. Por eso lo distingo de la crapulencia policial de su alrededor, él digno para siempre de mi respeto y afecto.

La última vez que lo vi fue en unos disturbios en Barbula. Bajaba yo de la universidad ahogado por las lacrimógenas e indignado por la represión policial. De repente, ese caballero ataviado en azul me abrazó fuerte y me preguntó por mi vieja Augusta. Le dije que no fuera tan efusivo porque pensarían que yo era soplón de la policía. Me soltó y lo dejé con su sonrisa en medio del caos. Qué carajo, mi distinguido Lugo, venga ese abrazo hoy porque somos hermanos de la misma leche como decía Miguel Hernandez, tu poeta favorito mi china. 

Nueve

Ahora me figuro, mientras me cuentas enamorada que tu hija tiene talento en el corte y la confección de su propia ropa, que mamá Augusta siempre está sentada ante su máquina de coser Singer hilando, cosiendo y dando magistrales puntadas de amorosa y paradójica filigrana en la configuración de mi propia vida, como si nada, ello en un ejercicio de ternura que ya no contiene su rigor, pues el mundo mustio e indolente de hoy no importa sino el despliegue del amor costurero más impune e irreverente.


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