Patricia Highsmith: Dos novelas a propósito de su centenario (1)
José Carlos De Nóbrega
Patricia Highsmith acaba de cumplir un siglo con una vitalidad bullente en el alma lectora. Nos referiremos a dos de sus novelas fundamentales: Extraños en un tren (1950) y El Juego de Ripley (1974). Su discurso narrativo policial sigue maravillando e inquietando a sus lectores en lo que va del siglo XXI: El tratamiento psicologista de los personajes, la red envilecedora de actos de habla y físicos que marca la trama centrada en situaciones extremas, el realismo que empalma un enfoque paisajístico interiorizado y oscurantista, amén del silencio insoportable de Dios en un mundo abyecto individual y societario. Hoy persiste la Guerra Fría de enemigos repotenciados en espacios virtuales y reales donde se ejercita el Poder fáctico que pretende esterilizar a las mayorías.
Extraños en un tren es una novela contundente, bien construida y nada fácil de digerir, pues expone nuestro malestar civilizatorio sin efectismo pero encarnando una metáfora viva, paradójica y crítica de las relaciones disfuncionales de poder. Tiene un aire afín a la cinematografía del género negro o film noir. Como se sabe y lo maneja con sabiduría la autora, esta obra abreva no sólo en el hard boiled de Dashiell Hammett, James Cain y Mike Spilkane, sino en la atmósfera del expresionismo alemán que nutriría el cine negro norteamericano. Cineastas de autor como Alfred Hitchkock, Win Wenders, Frank Darabont y Claude Autant-Lara realizaron adaptaciones memorables de muchas de sus novelas.
Guy Hines y su Mefistófeles Charles Bruno, no sólo intercambian asesinatos sino roles y sentimientos encontrados. Se repelen y atraen en esta peculiar situación catastrófica que los involucra. El muy resentido Guy respecto a su esposa Miriam, se deja seducir por la personalidad edípica y psicótica de su antípoda Bruno, ello en la intermitencia y disyunción de su sociedad cómplice de almas atribuladas. Se nos antoja un poema hiperrealista en prosa, de donde el tren da la cadencia y la melodía de Muerte construyéndose de manera insólita.
La paisajística interiorizada no es para nada romántica sino surreal sin ruido ni ensoñación en el estilo realista personal de Highsmith. Priva el blanco, el negro y los grises que engullen la luminosidad de los colores cálidos, ello a la sazón de las películas clásicas del género policial. No importa tanto la resolución de este caso de homicidio doble, sino esa retícula de acciones exteriores e internas que atrapa a los protagonistas víctimas de su afán depredador y autodestructivo. La atmósfera opresiva y de decadencia y dejadez psicológica persiste en la marcha mecánica, nebulosa y obstinada de este tren hacia la Nada.
Si bien el habla no es obscena como en el hard boiled, los diálogos son agresivos en el contexto de la clase media norteamericana de posguerra y del existencialismo que hurga la sumisión de los personajes ensimismados en la angustia, el odio y la soberbia. El silencio húmedo y sofocante de Dios se acentúa en la carnavalización
en ese extraño parque de atracciones que le da telón musical a la muerte de Miriam. Texas es Circo y Pena de Muerte que es espectáculo también. La perspectiva del narrador omnisciente es invasiva dentro de su aparente objetividad, al igual que la mirada indiferente de Dios respecto al desmadre en la Tierra, donde se comunican en compartimientos resecos el Paraíso, el Purgatorio y el Infierno.
No sé por qué cuando releo Continuidad de los Parques de Julio Cortázar, el hombre a punto de ser asesinado en su sillón verde, lee esta novela de Patricia Highsmith en el momento que el papá de Bruno, Samuel, es abatido en su cama por Guy Hines. Se nos revela el milagro que pone a conversar a Cortázar con Highsmith en una complicidad lúdica sin par.
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