lunes, 21 de diciembre de 2015

UN CUENTO DE NUESTRA QUERIDA ANDREA CRESPO MADRID: RITUAL



Andrea Crespo Madrid y Carlos Drummond de Andrade: ¡Una pelusa!

Nota del Administrador: Les presentamos un cuento extraordinario de Andrea Crespo Madrid, leído en la última jornada [jueves 26 de noviembre de 2015] del XXI Encuentro de Escritores Venezolanos auspiciado por la Cátedra José Antonio Ramos Sucre de la Universidad de Salamanca. Andrea es una jovencísima escritora venezolana y cursa estudios de Filología Hispánica en la referida Casa de Unamuno. Disfruten su lectura tal como nos ocurrió a nosotros, sus más devotos espectadores. Nuestra narradora cultiva compulsivamente un discurso lírico en prosa que apuesta por la más traviesa de las paradojas y una indiscutible apología de lo lúdico. JCDN. P.S.: Andrea, citándonos a Poe, desarrolla un canto sentido por la vida en medio de un escenario fúnebre disparatado y pleno de ternura sin igual.

     Ritual
     Andrea Crespo Madrid

Como todos los domingos, una hija eficaz despierta a su madre con el desayuno entre las manos. Tocó la puerta tres veces antes de irrumpir en la habitación, extrañada. La taza de porcelana corrió el riesgo de romperse ante una madre aún dormida, indiferente hacia la mano que descubría su cuerpo y le exigía alguna clase de respuesta. Cuando estaba pequeña, fingía un sueño profundo para recibir innumerables besos en la cara y un nuevo día. La hija imitó los recuerdos al suponer que su madre hacía lo mismo, seguramente mendigándole el cariño. Posó sus labios sobre la frente gélida de su madre repetidas veces. Nada. Abandonó la cerámica sobre la mesa y sacudió sus hombros. Los ojos diáfanos la miraban sin verla.

 

Al día siguiente, voces monótonas citaron a las hermanas para vestirla a primera hora, el respeto por el sueño no es un asunto de vitalidad. Tenían que proceder con el funeral. Las hermanas se presentaron puntuales, tenían el rostro endurecido bajo tanta sombra. Ambas ignoraban los rituales fúnebres, desconocían el procedimiento y la burocracia que conlleva morirse. Nadie te explica que debes arreglar a tus muertos. Sobre una extensa mesa metálica yacía el cuerpo oculto con una sábana blanca, el rumor del personal fue desapareciendo y su ausencia construyó el silencio. Las hijas se aproximaron a la silueta inmóvil y sujetaron el poliéster, desplazándolo con detenimiento. Su madre estaba desnuda como vino al mundo para irse de él. Era su turno de vestirla, así tantas veces lo había hecho por ellas, aunque ya no fuera a ninguna parte.

 

La menor de las hermanas necesitaba ayuda para colocarle las pantaletas. Su madre nunca había sido tan pesada. Asumió que el “peso muerto” significaba todo aquello que llevaba consigo de este mundo. Le gustó pensar que dentro de su estómago aún se hospedaba su risa y por eso costaba tanto moverla. Juntas, levantaron cada una de sus piernas y deslizaron la tierna tela hasta cubrir el sexo. La pequeña señaló al sostén y su hermana sacudió la cabeza, irritada, indicándole que trajera el vestido de una vez porque no tenían que incomodar a su madre incluso después de muerta. El vestido era una maraña de tela por descifrar encima de los senos desnudos. Las hijas alzaron los brazos inertes sobre la cabeza, penetrando cada manga. Una sostuvo la cabeza de su madre y la otra guio el anillo de tela, el tronco se escurrió hasta que el ropaje cubrió también las rodillas. Lograron, entre las dos, ponerle el vestido blanco a pesar de la resistencia del cuerpo desajustado. Colocaron los brazos nuevamente al lado de sus caderas. Era un trabajo pesado.

 

Durante toda su vida, la madre había usado el mismo perfume, plegado a su piel duraba al menos doce horas. Los pasillos los teñía de primavera y se sabía de su venida con antelación. Al llegar por la noche, su hija la recibía con un beso y escondía en ella una nariz incrédula. Olía delicioso. No la iba a dejar partir sin anunciarla en los pasillos del otro lado. ¡Que supieran el resto de los muertos quién carajo se había muerto, que supieran todos lo mucho que importaba! La hermana mayor tomó el frasco de perfume y lo destapó para empaparse las puntas de los dedos. Recordó los lugares favoritos y esparció la fragancia por las suaves mejillas hasta alcanzar los rinconcitos de la clavícula, el cuello áspero y la nuca. La menor, en cambio, hidrató sus manos, brazos y pies con crema por última vez. Su madre les había enseñado a usar perfume y nunca dejar la casa sin él. La muerte no debe hacer a nadie incongruente con sus acciones.

 

Aunque la funeraria ya había hecho gran parte del proceso, faltaba maquillarla un poco más. No para lucir natural, sino para que estuviese lista para su “evento”. Evento era un mero eufemismo, pero la palabra insultaba al sentido incorruptible del funeral por intentar camuflarlo con una boda. La gente, sin querer, solo entorpece la pérdida. Era difícil pintarle la boca a su madre, los labios estaban cosidos entre ellos; ninguna de las dos anticipó la mueca macabra que resultó de aquella proeza. La menor cubrió con colorete los pómulos sobresalientes mientras su hermana buscaba un puñado de pétalos de nardos blancos. Al terminar de pintarla, se unió a su hermana en la labor de adornar los rizos románticos de su madre. Lucía radiante. Las niñas se separaron un instante para observarla. Habían terminado. Recogieron los pétalos marchitos y el resto de los utensilios, algún profesional la desplazaría en unos minutos. La expresión petrificada desapareció cuando las manos de dos hermanas acordaron no soltarse más. Contra todo pronóstico, el aire se sentía más ligero.

 

La madre se sentó sobre la mesa metálica, asombrada ante un vestido apretado. Rompió los débiles hilachos de su boca con facilidad.

 

— ¿Qué les dije de meter algodón a la secadora? ¿Hay gente?

—Coño, mami—dijo la hermana mayor—. Te estamos llorando. Nadie le presta atención al vestido.

—Yo lo hago. Pero ya no hay tiempo para nada. No se sientan mal por esto, ya es bastante jodido tener a la mamá muerta.

 

Se bajó de la mesa mientras terminaba de hablar, tenía que sacudir el vestido y tratar de sentirse a gusto pese a que le quedara incómodo. No quiso verse en el espejo. Tampoco quiso ayuda de nadie para subirse al ataúd de ébano, abierto, que la esperaba. Se acostó en él, simulando el reencuentro con un viejo y olvidado amor; se sabe de amantes que reposan contra sí luego del naufragio que los separó durante largos años. Unos segundos más tarde, se instauró el sosiego en sus facciones y las hijas la soltaron con un suspiro. Quienes se aman en la distancia y quienes todavía escuchan a sus muertos, discrepan a gritos con el destino. Son transgresores y transformadores de la realidad, son una madre que se despide y una voluntad que nunca se va.

 

 

 

Andrea Crespo Madrid

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