Nicanora Ojeda Sierra, mi primera esposa
Una de las fuentes más citadas del amor, además de El Arte de Amar de Erich Fromm y El Cantar de los Cantares de Salomón, es el capítulo 13 de la primera epístola a los Corintios de San Pablo. Trascendiendo la equívoca lectura ideológica y religiosa de tan polémico personaje, el mejor organizador y tozudo divulgador del cristianismo clásico, Pablo resalta la preponderancia del amor en la fe cristiana como modo de vida. No se trata de un deber ser, sino de una pulsión de vida más importante que la esperanza y la fe. Mucho menos un constructo racional, contaminado por el sentido común a través de artificios retóricos embebidos de silogismos hipotéticos. Sin embargo, queremos aún banalizar lo que siente ardorosamente el Otro. En el nombre del Amor, falsificación ideológica y sensiblera, se han cometido los más grandes abusos contra la Humanidad. Es una marca cosificada de una cultura de las relaciones disfuncionales de Poder en la familia, la intimidad y la sociedad. En lo micro y lo macro se impone una división de clases: dominantes o depredadores, y sumisos o presas. Por lo que al estatus quo le da dentera el Amor de Cristo y el Amor Loco surrealista y revolucionario. Valga esta introducción para contarles acerca de mis dos matrimonios. De mis dos esposas, pues, a quienes considero con cariño desde esta glosa afectiva y compulsiva.
Nicanora Ojeda Sierra fue la primera de ellas. Oriunda de los llanos centrales del estado Cojedes, poseía una belleza tan candente como la paisajística que la acuñó y crió. Su acento e idiosincrasia de campo me atraparon de inmediato. Eros de cabalgadura emocional y desbocada más afín con la peripecia nómada, que con el establecimiento sedentario urbano, digamos tres años de novios y apenas uno de matrimonio. Fue mi gran escuela de donde aprendí el fuego, la candela abrasando el llano en el chinchorro y la cama. No ocurrió así con la convivencia, pues iba de aquí para allá, en un viaje incesante, aventurero e inestable. Me tuve que divorciar muy a pesar de su resistencia, en el congelar del proceso hasta el extremo del sabotaje. Me llevaba 12 años, no obstante su cuerpo bien labrado y sensual, senos de guayaba, piernas de caoba y caderas firmes donde abrevaban mis ímpetus de adolescente eterno. Le perdí la pista después del divorcio. Creo que se casó con un pastor evangélico, alguien más decente que yo.
Yudi, mi segunda esposa, con nuestra sobrina Angélica
Conocí a mi Yudi, poco después. Una preciosa gordita rosadita y sietemesina a quien amé mucho también. Además de ayudarme con lo del divorcio, era la secretaria jurídica rival de la enfermera, me instruyó en el no muy confortable pero amoroso arte de la convivencia. Un año de noviazgo y casi treinta de matrimonio, así lo corroboran. Me llevaba 7 de edad y junto a ella edificamos esta casa, mi actual cueva de Platón donde vivo mi viudez muy reciente. Si Nora me salvó de la represión sexual de mi cultura mediterránea, Yudi salvó mi vida dos veces: cuando tuve una crisis hipertensiva severa, cuidándome con mucho celo, y luego en lo de mi brutal crisis depresiva recurrente. Si bien no pudo atenderme por su diabetes y ceguera, llamó a mis hermanos Pedro Tellez y Luis Alberto Angulo para que me llevaran a Naguanagua, ámbito hospitalario (luego inhóspito para recuperación en teatro bélico) donde me curé mis heridas emocionales. Dos años después, regresé con ella para cuidarla hasta su muerte en mayo de 2020, durante un intervalo de la Pandemia.
Así que desde la memoria y la saudade, las extraño y las quiero porque, cada cual a la suya, ambas me quisieron mucho en el teatro de las equivocaciones de la vida que tan bien describieron Shakespeare y Moliere.
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