Andrea Crespo Madrid y Carlos Drummond de Andrade: ¡Una pelusa!
Nota del Administrador: Les presentamos un cuento extraordinario de Andrea Crespo Madrid, leído en la última jornada [jueves 26 de noviembre de 2015] del XXI Encuentro de Escritores Venezolanos auspiciado por la Cátedra José Antonio Ramos Sucre de la Universidad de Salamanca. Andrea es una jovencísima escritora venezolana y cursa estudios de Filología Hispánica en la referida Casa de Unamuno. Disfruten su lectura tal como nos ocurrió a nosotros, sus más devotos espectadores. Nuestra narradora cultiva compulsivamente un discurso lírico en prosa que apuesta por la más traviesa de las paradojas y una indiscutible apología de lo lúdico. JCDN. P.S.: Andrea, citándonos a Poe, desarrolla un canto sentido por la vida en medio de un escenario fúnebre disparatado y pleno de ternura sin igual.
Ritual
Andrea Crespo Madrid
Como todos los
domingos, una hija eficaz despierta a su madre con el desayuno entre las manos.
Tocó la puerta tres veces antes de irrumpir en la habitación, extrañada. La
taza de porcelana corrió el riesgo de romperse ante una madre aún dormida, indiferente
hacia la mano que descubría su cuerpo y le exigía alguna clase de respuesta.
Cuando estaba pequeña, fingía un sueño profundo para recibir innumerables besos
en la cara y un nuevo día. La hija imitó los recuerdos al suponer que su madre
hacía lo mismo, seguramente mendigándole el cariño. Posó sus labios sobre la
frente gélida de su madre repetidas veces. Nada. Abandonó la cerámica sobre la
mesa y sacudió sus hombros. Los ojos diáfanos la miraban sin verla.
Al día
siguiente, voces monótonas citaron a las hermanas para vestirla a primera hora,
el respeto por el sueño no es un asunto de vitalidad. Tenían que proceder con
el funeral. Las hermanas se presentaron puntuales, tenían el rostro endurecido
bajo tanta sombra. Ambas ignoraban los rituales fúnebres, desconocían el
procedimiento y la burocracia que conlleva morirse. Nadie te explica que debes
arreglar a tus muertos. Sobre una extensa mesa metálica yacía el cuerpo oculto
con una sábana blanca, el rumor del personal fue desapareciendo y su ausencia
construyó el silencio. Las hijas se aproximaron a la silueta inmóvil y
sujetaron el poliéster, desplazándolo con detenimiento. Su madre estaba desnuda
como vino al mundo para irse de él. Era su turno de vestirla, así tantas veces
lo había hecho por ellas, aunque ya no fuera a ninguna parte.
La menor de las
hermanas necesitaba ayuda para colocarle las pantaletas. Su madre nunca había
sido tan pesada. Asumió que el “peso muerto” significaba todo aquello que
llevaba consigo de este mundo. Le gustó pensar que dentro de su estómago aún se
hospedaba su risa y por eso costaba tanto moverla. Juntas, levantaron cada una
de sus piernas y deslizaron la tierna tela hasta cubrir el sexo. La pequeña
señaló al sostén y su hermana sacudió la cabeza, irritada, indicándole que
trajera el vestido de una vez porque no tenían que incomodar a su madre incluso
después de muerta. El vestido era una maraña de tela por descifrar encima de
los senos desnudos. Las hijas alzaron los brazos inertes sobre la cabeza,
penetrando cada manga. Una sostuvo la cabeza de su madre y la otra guio el
anillo de tela, el tronco se escurrió hasta que el ropaje cubrió también las
rodillas. Lograron, entre las dos, ponerle el vestido blanco a pesar de la
resistencia del cuerpo desajustado. Colocaron los brazos nuevamente al lado de
sus caderas. Era un trabajo pesado.
Durante toda su
vida, la madre había usado el mismo perfume, plegado a su piel duraba al menos
doce horas. Los pasillos los teñía de primavera y se sabía de su venida con
antelación. Al llegar por la noche, su hija la recibía con un beso y escondía
en ella una nariz incrédula. Olía delicioso. No la iba a dejar partir sin
anunciarla en los pasillos del otro lado. ¡Que supieran el resto de los muertos
quién carajo se había muerto, que supieran todos lo mucho que importaba! La
hermana mayor tomó el frasco de perfume y lo destapó para empaparse las puntas
de los dedos. Recordó los lugares favoritos y esparció la fragancia por las
suaves mejillas hasta alcanzar los rinconcitos de la clavícula, el cuello
áspero y la nuca. La menor, en cambio, hidrató sus manos, brazos y pies con
crema por última vez. Su madre les había enseñado a usar perfume y nunca dejar
la casa sin él. La muerte no debe hacer a nadie incongruente con sus acciones.
Aunque la funeraria
ya había hecho gran parte del proceso, faltaba maquillarla un poco más. No para
lucir natural, sino para que estuviese lista para su “evento”. Evento era un
mero eufemismo, pero la palabra insultaba al sentido incorruptible del funeral
por intentar camuflarlo con una boda. La gente, sin querer, solo entorpece la
pérdida. Era difícil pintarle la boca a su madre, los labios estaban cosidos
entre ellos; ninguna de las dos anticipó la mueca macabra que resultó de
aquella proeza. La menor cubrió con colorete los pómulos sobresalientes
mientras su hermana buscaba un puñado de pétalos de nardos blancos. Al terminar
de pintarla, se unió a su hermana en la labor de adornar los rizos románticos
de su madre. Lucía radiante. Las niñas se separaron un instante para
observarla. Habían terminado. Recogieron los pétalos marchitos y el resto de
los utensilios, algún profesional la desplazaría en unos minutos. La expresión
petrificada desapareció cuando las manos de dos hermanas acordaron no soltarse
más. Contra todo pronóstico, el aire se sentía más ligero.
La madre se
sentó sobre la mesa metálica, asombrada ante un vestido apretado. Rompió los
débiles hilachos de su boca con facilidad.
— ¿Qué les dije de meter algodón a
la secadora? ¿Hay gente?
—Coño, mami—dijo la hermana mayor—.
Te estamos llorando. Nadie le presta atención al vestido.
—Yo lo hago. Pero ya no hay tiempo
para nada. No se sientan mal por esto, ya es bastante jodido tener a la mamá
muerta.
Se bajó de la
mesa mientras terminaba de hablar, tenía que sacudir el vestido y tratar de
sentirse a gusto pese a que le quedara incómodo. No quiso verse en el espejo.
Tampoco quiso ayuda de nadie para subirse al ataúd de ébano, abierto, que la
esperaba. Se acostó en él, simulando el reencuentro con un viejo y olvidado
amor; se sabe de amantes que reposan contra sí luego del naufragio que los
separó durante largos años. Unos segundos más tarde, se instauró el sosiego en
sus facciones y las hijas la soltaron con un suspiro. Quienes se aman en la
distancia y quienes todavía escuchan a sus muertos, discrepan a gritos con el
destino. Son transgresores y transformadores de la realidad, son una madre que
se despide y una voluntad que nunca se va.
Andrea Crespo Madrid
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