domingo, 7 de mayo de 2017

DOS NOVELAS DE INICIACIÓN DE VENEZUELA


 
Nota del administrador: Este es un fragmento de un ensayo más extenso titulado "7 novelas de iniciación de América Latina", el cual leeremos pronto en un evento literario en San Juan de Colón, estado Táchira, organizado por nuestro gran nuevo amigo Elí Caicedo. Nos mueve que los lectores visiten no sólo las novelas aquí comentadas de Laura y Radamés, sino también "Piedra de mar" de Massiani, "Los cachorros" de Vargas Llosa, "Las buenas conciencias" de Carlos Fuentes, "Los fantasmas" de César Aira, "Un mundo para Julius" de Bryce Echenique, "Canción de la aguja" de Sol Linares y "Huayra, la transparencia" de Freddy Hernández Álvarez. ¿Por qué no revivir la adolescencia como energético del alma en estos tiempos revueltos?

DOS NOVELAS DE INICIACIÓN DE VENEZUELA. José Carlos De Nóbrega
1.- La muerte del monstruo come-piedra (1971) de Laura Antillano. En su ensayo “Para fijar un rostro. Notas sobre novelística actual” (1984 y 2003), el escritor José Napoleón Oropeza le dedica un apartado a dos novelas de iniciación venezolanas por demás resaltantes: “Piedra de Mar” de Francisco Massiani y “La muerte del monstruo come-piedra” de una muy joven Laura Antillano. Ambos títulos son buenos vecinos tanto en el tiempo como en la concepción espontánea, oral y festiva del género. En el caso de la escritora y docente universitaria, priva la transparencia estructural y la inmediatez del habla adolescente que aporta un testimonio fresco, amoroso y nostálgico de su contexto histórico [década del sesenta, recodo rebelde del siglo XX]. El compromiso político que excede el manifiesto ideológico y literario, se sostiene en sus convicciones filosóficas, éticas y estéticas no en balde el equívoco proceso de pacificación guerrillera en la Venezuela de entonces. El hálito poético adolescente rodea e impregna simultáneamente la cultura literaria, la dramaturgia infantil despojada de populismo sonso, las expresiones artísticas populares y la profecía como denuncia y promoción de la justicia social. La acción política y el oficio escritural van de la mano en el rejuvenecedor ejercicio de la ciudadanía en libertad. El corpus lírico, irreverente y airado de esta primera novela de Laura Antillano, nos demuestra cuánto le ha tocado e influido esa década marcada por una acción insurreccional en lo político, espiritual y estético: “Nos miran deseando asarnos, cocinarnos, convertirnos en picadillo; nosotros somos las llagas, las ovejas negras, los insubordinadores del orden establecido, los tontos, los amorosos, los esperanzados…” (Antillano, 2017, p. 28). Claro está, sin esterilizarse ni autodestruirse en un nihilismo venenoso. La perspectiva de primera persona, no obstante su inmediatez en la tersura y afectividad de la voz, desarrolla en una demostración afortunada y lúdica del dominio de las técnicas narrativas [el ensamblaje de materiales diversos, la escisión puntual del punto de vista narrativo, la respiración del habla], el proceso de crecimiento y autodescubrimiento de la heroína que convive con sus dudas, contradicciones y fortalezas psicológicas. Ello sin pretender asumir los artificios del discurso novelístico como tal. Se impone lo dialógico y el afán de concitar una conversación diáfana y cómplice con el Otro, el lector dispuesto a la celebración y la solidaridad en el dolor. Es la poética de una titiritera prodigiosa que dispone un entorno susceptible al cambio: “Oficio: titiritera. Me lo preguntan al sacar la cédula, al participar en el papeleo, al llenar un formulario, y el escribiente levanta la vista del papel y mira. Su seriedad me dedica un gesto de desdén, de duda, de imbecilidad (más seguridad hacia esto último)”, [Antillano, 2017, p. 42]. Hay una vocación por la reafirmación feminista y femenina de la ciudadana y la cultora que, afortunadamente, dista de extremismos inútiles y odios históricos de género movidos por la revancha. Nuestra protagonista púber establece compartimientos dinámicos y significativos [en el entusiasmo y la intermitencia] con los personajes que la acompañan en su simpático y trascendental viaje de iniciación: Tanto los de su entorno familiar [la Piccola, Gerardo, Pablo, Lucía y sus padres] como los de la pandilla y la camaradería de la calle [El Flaco, Ochoíta, Pepe, El Gato, El Particular, Marina y especialmente César]. Se vale incluso de breves estampas o perfiles enclavados en los afectos, las reminiscencias del álbum fotográfico o el poema en prosa. He aquí una conmovedora muestra: “César, que colocó en el medio de la habitación el enorme motor de la lavadora y te enseñó a Eliot, y ahora anda por allí, con la filmadora al hombro, inventando bosques que quemar, matando esos amaneceres pálidos” (Antillano, 2017, p. 59). Maracaibo es la locación, el paisaje físico y enriquecido en la ensoñación, que modula la respiración del habla a lo largo de esta novela asimétrica como la legión que nos invade y ocupa el alma. No nos sorprende que la oralidad explícita y compulsiva de la Primera parte, conduzca a los brillantes ejercicios de prosa poética de la segunda. Del lienzo multicolor, abigarrado y surrealista digno de Ángel Peña o Énder Cepeda, la voz descansa en el objeto textual fragmentario y lírico: “El lago, nunca sabes por dónde aparecerá, sorprende; no puedes orientarte, yo lo encuentro en todas partes, no puedes decir nunca exactamente dónde está, parece que no fuera uno el caminante sino él” (Antillano, 2017, p. 65). El habla polifónica, poética e inmediata al buen oído del lector, aspira y exhala bocanadas de aire cautivador en el dolor sobrenatural de las cordales. La vida nos provee de la munición nutricia para la boca enamorada.   

2.- Casa de Pájaro (2016) de Radamés Laerte Giménez. En este caso recién horneado, se erige, sin simulación esteticista ni ampulosidad temática, un homenaje sentido al escritor yaracuyano Rafael Zárraga. El propio autor se reconoce a sí mismo en la celebración del Otro, un antecedente suyo y nuestro que nos maravilló con la novela “Las rondas del Obispo” (1982) y el enternecedor cuento “Juan Topocho”, sólo que la ausencia del afán parricida no impide la rebeldía picaresca de su púber protagonista. El narrador omnisciente, despojado mágicamente de los convencionalismos de la preceptiva literaria, se identifica y emparenta con las voces adolescentes, de manera que ellos sí son gente digna de toda consideración. La confusión de la perspectiva de tercera persona y el pensamiento en voz alta del protagonista, toca decisivamente el discurso contingente, transparente y complejo de la novela. Se construye un mosaico verde selva de juveniles registros de habla escindidos y mixturados en el Decir que nos vincula al mundo. Edgar Alejandro Zárraga accede a los libros de su abuelo, teniendo como pretexto y detonante vitalista la realización de un trabajo de literatura en el marco poco propicio del liceo, de modo que el diálogo intergeneracional ennoblece el tesoro literario de la nación. La Pagoda o Casa de Pájaro edificada por el abuelo, es el ámbito sobrenatural y lírico que activa el proceso de descubrimiento y búsqueda interior de Edgar Alejandro, en el cual la sana emulación representa el punto de arranque de la propia personalidad que le contrapone a los vicios de su tiempo histórico: “No se recibe solamente la palabra y la liberación y el súbito despertar: también se recibe la identidad, porque ¿quién puede uno aspirar a ser, sino un Rafael Zárraga?” (Giménez, 2016, p. 68). El ascenso místico [también ontológico] se desarrolla en siete pasos, no con la voz usurpada del abuelo escritor Zárraga que revele un cuadro clínico histérico en el chico. Por el contrario, se apoya en una simbiosis entrañable y familiar que redunda en auto-crecimiento sostenido, libre y placentero. El gran motivo de la infancia y la adolescencia recobrada [tratada en novelas puntuales de Hermann Hesse, Thomas Mann y Romain Rolland], configura un gran suceso del habla mestiza y montuna con sus giros coloquiales [((((de pinga))))], calé tribal [claverricardo o la oralidad al revés] y picantes estribillos [Unga, unga, trembunda]. La mal llamada chiquillada impone en la intimidad de su clan neologismos que falsifican y desmontan la banalidad del discurso académico y político postmoderno [¿no es la escuela una de sus perniciosas instancias proveedoras?]: “El cuerpo está estriado de tanta instantaneidad, de horedad, de minutedad. Está achichonado por someterse a los rigores de este presente sin salida” (Giménez, 2016, p. 11). El habla salvaje de los adolescentes, en este caso, absorbe la sensualidad telúrica del campo y la selva de Yaracuy para imprimirse a sí misma una musicalidad que estimula hasta el apetito cachondo de la lengua: “-A que te la hacei cuando lleguei…” (Giménez, 2016, p. 14). La Parodia de los epítetos homéricos apunta o, mejor aún, arremete con humor iconoclasta los roles familiares y, por ende, desnuda hasta el tuétano las relaciones disfuncionales del Poder familiar con sus premios y castigos que se asimilan a un conductismo primitivo y autoritario: trátese de la “mamá de las comidas sabrosas”, “la madre de las vergüenzas”, “la madre de las tristezas”, “el papá de la cartera”, “el papá de los cansancios”, “los abuelos de los misterios” o “la pagoda de las prohibiciones”, por ejemplo. La yunta Edgar / Ricardo, los condiscípulos inquietos, expresan con desenfado y naturalidad la compulsión vital, erótica y gástrica hecha habla y literatura emocionantes. Las marchas y contramarchas en la consolidación de la personalidad y el Decir propios que le relacionen con el entorno, asumen la forma del bestiario y la metaforización objetual. El muchacho se confronta en un espejo sin azogue para ver el tigre simétrico de Blake: “Es para dudar, puede ser un acierto o no esa búsqueda de identidad desde una imagen felina, acechante, silenciosa y triste a la vez” (Giménez, 2016, p. 67). El ejercicio accidentado y refrescante del libre albedrío, sin las irrupciones de los aparatos de propaganda ideológica y alienante dentro y fuera de casa, es la clave por medio de la cual nuestro joven héroe despierta y se reencuentra en las aguas cálidas de la vida.           

 REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Aira, César (1994). Los fantasmas. Caracas: Fundarte.

Antillano, Laura (1971). La muerte del monstruo come-piedra. Caracas: Monte Ávila Editores.

Antillano Laura (2017). La muerte del monstruo come-piedra. Valencia, Venezuela: Edición Word de la autora.

Bryce Echenique, Alfredo (2005). Un mundo para Julius. Buenos Aires: Planeta / Booket.

Calzadilla, Juan (2014). Poesía por mandato. Antología personal (1978-2012). Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.

De Nóbrega, José Carlos (2011). Salmos compulsivos. Valencia, Venezuela: Ediciones Protagoni, c.a.. 

Fuentes, Carlos (1970). Las buenas conciencias. México: Fondo de Cultura Económica.

Giménez, Radamés Laerte (2016). Casa de pájaro. Caracas: Casa Nacional de las Letras Andrés Bello.

Hernández Álvarez, Freddy (1995). Huayra: la transparencia. Barcelona, Venezuela: Ediciones En Ancas / Utopoilibris Editores.

Linares, Sol (2013). Canción de la aguja. Caracas: Fundarte.

Libertella, Héctor (1977). Nueva escritura en Latino-América. Caracas: Monte Ávila Editores.

Massiani, Francisco (1999). Piedra de Mar. Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana.

Narea, María (2006). Hemisferio Imposible. Caracas: el perro y la rana.

Oropeza, José Napoleón (2003). Para fijar un rostro. Notas sobre la novelística venezolana actual. Valencia, Venezuela: Ediciones del Gobierno de Carabobo.

Vargas Llosa, Mario (1976). Los cachorros. Barcelona, España: Editorial Lumen.

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